Luis Echeverría cumple 100 años este 17 de enero y México mira de reojo, sin esperar ya demasiado del más antiguo de sus expresidentes (1970-1976). Los intentos de llevarlo ante la justicia por su papel en la represión de movimientos disidentes en las décadas de 1960 y 1970 quedaron en nada. En las entrevistas que ha dado, la última en 2017, no parece albergar siquiera una duda sobre su actuar en la Guerra Sucia, la persecución de la izquierda estudiantil, el exterminio de las guerrillas rurales y urbanas. Echeverría sobrevive como un fantasma, tan presente como ausente de la vida pública del país.
Su última aparición data de junio del año pasado, cuando acudió al Estadio Olímpico Universitario de Ciudad de México a vacunarse. Los medios dijeron entonces que recibía allí su segunda dosis. No se sabe dónde se puso la primera ni tampoco si se ha puesto la tercera. En las fotos que trascendieron de su visita universitaria, Echeverría aparece en silla de ruedas, con chaleco azul, lentes de plexiglás y sombrero de paja. Las manos cruzadas, la mirada fija al frente. No dijo nada y si lo hizo, nadie se dio por enterado.
Su vida es la vida del PRI, que es la vida de México en el siglo XX. Cuando nació, Álvaro Obregón aún vivía y la Revolución se había convertido en una constelación de batallas entre caudillos que apenas entonces empezaba a amainar. Aprendió a andar durante el sexenio del General Plutarco Elías Calles, creador del Partido Nacional Revolucionario, embrión del PRI. Alcanzó la mayoría de edad dos años después de que Lázaro Cárdenas nacionalizara el petróleo. “Echeverría es uno de los mejores ejemplos del tipo de político que se desarrolló en México en el siglo pasado”, sostiene Rogelio Hernández, doctor en Ciencias Sociales por la UNAM e investigador del Colegio de México.
El expresidente se afilió al PRI en 1946 y doce años más tarde ya era subsecretario de Gobernación, bajo el ala de Gustavo Díaz Ordaz. Dupla para el recuerdo, sus nombres sobrevuelan los días más nefastos de la segunda mitad del siglo XX en México, la masacre de Tlatelolco en octubre de 1968 y la matanza del Corpus Christi en junio de 1971, ambas en la capital. Primero como secretario de Gobernación en el sexenio de Díaz Ordaz (1964-1970) y luego como presidente, Echeverría vivió ambos eventos de cerca. De los dos ha tratado siempre de distanciarse. Culpó a Díaz Ordaz de Tlatelolco y al regente de Ciudad de México del halconazo.
Más allá de los picos simbólicos de la represión estatal, la academia coincide en señalar que su Gobierno generalizó, sistematizó y profundizó la cacería contra todo lo que oliera a disidencia y guerrilla. En su libro sobre la desaparición forzada en la época en México, Tiempo Suspendido, el historiador Camilo Vicente Ovalle señala que fue entonces “cuando se escaló la estrategia contrainsurgente (…) alcanzando fases de eliminación”. Ovalle añade: “La característica central de este escalamiento fue la coordinación de las diversas dependencias de seguridad pública en torno a (…) la desaparición forzada”.
La escalada represiva se dio sobre todo en el ámbito rural, particularmente en Guerrero, pero también en Sinaloa y Jalisco. Para el historiador Alexander Aviña, que ha investigado la Guerra Sucia en Guerrero, “el año 1972 marca un parteaguas. Es cuando la guerrilla de Lucio Cabañas empieza a ponerles emboscadas a los militares. Luego, en 1973, el intento de la Liga Comunista 23 de Septiembre de secuestrar al empresario Eugenio Garza en Monterrey, y su posterior muerte, es otro parteaguas. Marca el fin de cualquier intento de negociación con la guerrilla”, argumenta. “Yo entiendo a Echeverría a partir de esos dos momentos. Se convirtió en un carnicero e inició una política de exterminio con desapariciones, torturas y ejecuciones”, zanja.
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