“Querida Inglaterra”. Así arrancaba la carta abierta que el seleccionador inglés, Gareth Southgate, hizo pública a principios de junio. Una carta en la que hacía al mismo tiempo una apasionada defensa de su patriotismo inglés, del compromiso de sus jóvenes jugadores y de la importancia de combatir el racismo y los abusos en la red. Una carta en la que defendía la importancia de ganar pero también la necesidad de aceptar la derrota.
Una carta premonitoria. Todo lo que pasó el domingo está en esa carta. El patriotismo. La entrega de toda una nación en apoyo de su equipo. El compromiso de los futbolistas. El deseo de ganar. La eventualidad de la derrota. Y el racismo que se desató después contra los tres jugadores ingleses que fallaron los penaltis, que el destino ha querido que fueran todos ellos negros en un equipo formidablemente diverso.
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De la histórica final de Wembley quedará una imagen para la eternidad: el largo y sentido abrazo con el que Southgate intenta consolar a Bukayo Saka, un chaval de 19 años nacido en el Oeste de Londres de padres nigerianos que pudo ser héroe y algunos han querido convertir en villano. Southgate no para de hablar mientras le abraza. Y sabe muy bien de qué habla porque él pasó por ese mismo trauma hace 25 años, también en Wembley, cuando falló el penalti decisivo en las semifinales de la Eurocopa de 1996 contra Alemania.
Inglaterra creyó que al vencer a los alemanes en octavos había conseguido conjurar el fantasma de las derrotas permanentes, que se suceden de forma inevitable una detrás de otra en el momento decisivo desde que abatieron a Alemania Occidental en la mítica final de la Copa del Mundo de 1966. En Wembley también. Como ocurre a menudo, los ingleses pasan del desasosiego a la euforia excesiva. La Eurocopa parecía pan comido. La piel del oso ya estaba vendida antes de cazarlo.