Desde ayer, en las majestuosas montañas canadienses, se lleva a cabo una de las cumbres del G7 más tensas de los últimos años. Los líderes de las principales democracias industrializadas—Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido—se reúnen para abordar temas de vital importancia como la guerra, la economía y la geopolítica. Sin embargo, la presencia de Donald Trump en este foro genera escepticismo sobre la posibilidad de alcanzar consensos significativos, dada su conocida falta de respeto hacia las normas y la desconfianza que provoca entre sus pares.
Las estadísticas hablan por sí solas. Según el Pew Research Center, más del 70% de los ciudadanos de Alemania, Francia, Canadá e Italia desconfían de Trump; en México, la cifra se eleva al 91%. Este descontento se justifica por varias acciones del mandatario estadounidense: ha instaurado aranceles a diversos países—incumpliendo incluso el T-MEC—, ha insinuado la posibilidad de anexar a Canadá como un estado más de EE. UU. y, más recientemente, ha sugerido la reincorporación de Rusia y China al G7.
En este contexto, la presidenta Claudia Sheinbaum se presenta como invitada, aunque sin derecho a voto ni capacidad decisional. Su objetivo es representar los intereses de México en asuntos comerciales y migratorios. La participación de Sheinbaum no solo resalta a México como un actor regional significativo, sino que también pone de manifiesto la necesidad de mantener diálogos diplomáticos, a pesar de que, sin el respaldo de Canadá o las naciones europeas, lo máximo que podría lograr es un memorando o un compromiso de diálogo futuro. Para una mandataria en el inicio de su gestión, esta exposición internacional puede aumentar su visibilidad, pero llega en un momento en que las tensiones y la falta de acuerdos son palpables.
Los líderes europeas optan por una postura cautelosa. Keir Starmer, el primer ministro británico, enfatiza desde Ottawa la importancia de la soberanía canadiense, prometiendo abordar comercialmente las tensiones y promover soluciones diplomáticas a los conflictos en Medio Oriente, aludiendo de forma implícita a las provocativas declaraciones de Trump. Por su parte, Emmanuel Macron se adelantó a la cumbre viajando a Groenlandia, donde dejó caer un mensaje que parece dirigido a Trump: “ningún territorio está en venta”, refiriéndose a la extraña propuesta del presidente de EE. UU. de adquirir la isla danesa. Friedrich Merz, canciller alemán, centra su atención en resolver las disputas arancelarias con EE. UU., que han impactado severamente las exportaciones industriales alemanas.
Japón e Italia, por su parte, mantienen un perfil bajo, enfocándose en la cooperación regional y la seguridad energética, sin entrar en confrontaciones directas con Trump. No obstante, el descontento generalizado es palpable, aunque los líderes prefieren evitar convertir la cumbre en un campo de batalla diplomática.
Es probable que esta reunión, como muchas anteriores, concluya con declaraciones ambiguas, fotografías grupales y promesas de futuras consultas. Podrían surgir anuncios de ayudas humanitarias para crisis como la de Gaza o Sudán, o incluso un llamado a la paz entre Israel e Irán. Sin embargo, alcanzar acuerdos concretos y duraderos parece poco probable en el horizonte. Más que ser un evento decisivo, esta cumbre parece aproximarse a una mera formalidad, donde la coordinación se ve empañada por la desconfianza.
Mientras los líderes posan para la foto oficial, las tensiones en el comercio siguen, los conflictos bélicos permanecen sin resolver y el liderazgo global del G7 se ve amenazado. Si Donald Trump sigue en la mesa, lo urgente seguirá postergándose, atrapando las preocupaciones más cruciales en un ruido que impide avances significativos.
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