La poesía no importa. Nunca dejaremos de explorar. El futuro es una canción pasada. Dante vivió en una época en la que los hombres aun tenían visiones. No tenemos más que sueños y hemos olvidado las visiones. Damos por sentado que nuestros sueños surgen desde abajo. Vivimos una disociación de la sensibilidad. La retórica es brillante pero la sensibilidad tosca. En el ciclo sin fin de la idea y de la acción, hay una rosa de la memoria y una rosa del olvido. Uno es la música, mientras la música dura. Todo el tiempo es un eterno presente. El placer del poema supone captar algo que no va dirigido a nosotros. Dudo que lo que he escrito tenga un valor perdurable. Nunca me he acostado con una mujer que me gustara. Ya ni siquiera lamento esa falta de experiencia.
Todas las frases anteriores las escribió Thomas Stearns Eliot (1888-1965), poeta, dramaturgo y crítico, uno de los mejores pensadores de la literatura inglesa, quizá sólo detrás de Coleridge. Su poética y opiniones, radicales e insolentes, sobrevuelan las de nuestros grandes críticos: Valente, Gil de Biedma, Cernuda o Paz. Es el vigilante nocturno que ataca la estética romántica, la espiritualidad excéntrica de Yeats, que se atreve a criticar a Shakespeare y Milton, defiende a los poetas metafísicos (Donne y Dryden sobre todo), y todo ello gracias a que, desde joven, ha obtenido entre los crédulos, “en parte por astucia, en parte por desfachatez y también por accidente, una reputación de sapiencia y erudición, de la que he tratado desde entonces de despojarme (una vez que ya no me servía para nada)”.