De los tres grandes tanquistas alemanes con los que he tenido intimidad (literaria), Otto Carius, Michael Wittmann y Kurt Knispel, ese tridente del blindado que cabalgaron los monstruosos carros Tiger (dejo aparte a Panzer Von Luck, que servía como oficial de Estado Mayor), mi favorito, si es que uno puede tener un tanquista alemán favorito, es el último: Knispel. Es verdad que mi relación con Carius ha sido especial: escribí su obituario cuando murió en 2015 a los 92 años, cosa que obviamente no tuve ocasión de hacer con los otros dos ases, que cayeron luchando en 1944 y 1945, respectivamente, Wittmann comandando un Tiger I y Knispel un mejorado Tiger II, un Königstiger (popularmente Rey Tigre o Tigre Real aunque la traducción alemana exacta es “tigre de Bengala”).
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Entiendo que haga alzar más de una ceja mi impenitente interés, insólito en la sección de Cultura de Columna Digital, por los carristas germanos de la Segunda Guerra Mundial y sus monturas de acero. A mí mismo me cuesta entenderlo. Lo políticamente correcto sería que me dieran grima los tanques, como a la mayoría, o me concernieran más el poeta tanquista británico Keith Douglas, cuyas emocionantes memorias (“¿cómo puedes vivir entre esta obsolescente raza de héroes, y no llorar?”) De El Alamein a Zem Zem, publicó Javier Marías en Reino de Redonda en 2012; o el pedorro, extravagante, gamberro y definitivamente simpático sargento protohippy Oddball (Donald Sutherland) de Los violentos de Kelly (“why don´t you knock it off with them negative waves?”). Pero en fin, a uno la vida le lleva donde le lleva y yo empecé de niño con los tanques alemanes al quedarse mi hermano mayor con todo lo demás, desde los Sherman (como el de Oddball) y los Crusader (como el de Douglas) al balón de fútbol y los mejores Madelman, por no hablar del orgullo de mis padres. Es posible, ahora que lo pienso, que la fijación con los tanquistas del III Reich sea freudiana y venga de haberme sentido postergado o poco querido: a Guderian y Von Manteuffel les desconcertaría saberlo.
Mi primer carro de combate, como el de otros de mi generación, fue el modelo para armar de Airfix a escala 1/ 72, en bolsa de plástico, del Tiger I, el blindado más famoso de la historia, con su descomunal cañón de 88 mm. de cinco metros y medio de largo —eso sí que es gama alta—, cuyo pepinazo era capaz de atravesar cinco paredes de una casa y perforar el tanque enemigo emboscado detrás. Aún recuerdo lo difícil que era colocarle las cadenas a la maqueta sin que se te engancharan los dedos al pegamento Imedio que luego tenías que arrancarte con los dientes: una metáfora de lo que hacía el frío en el frente del Este. Luego vinieron los 1/ 35 de Tamiya: el Pzkw III, el Panther, el Tiger II con el evocador dibujo de Masami Onishi en la caja, y tantos otros. Una educación sentimental de Panzer.
Mi conocimiento del lado más atroz de la guerra con blindados aumentó exponencialmente con las novelas de Sven Hassel (i.e. Los Panzer de la muerte), que leía compulsivamente en el patio del colegio tratando de encontrar algún consuelo al despiadado acoso a que nos sometían sin tregua los mayores. Mucho tiempo después tuve la oportunidad de visitar al escritor en su casa barcelonesa y contemplar sus insignias de tanquista que guardaba en su habitación. Al caer prisioneros, los carristas alemanes acostumbraban a arrancar y comerse el distintivo que llevaban en las solapas de su uniforme, que era la calavera con filete rosa y que los rusos, poco sutiles en cuestiones de iconografía (Iván no era Panovsky), confundían con la de las SS, con las consecuencias que puede imaginarse.
Otros hitos en relación con los tanques alemanes fueron los Tiger I del corrupto SS-Oberscharführer que interpretaba Karl-Otto Alberty en la citada Los violentos de Kelly, y, más recientemente, los que se enfrentaban en Ramelle a la tropa de Tom Hanks en Salvar al soldado Ryan. En ambos casos, pese al parecido, se trataba en realidad de T-34 soviéticos caracterizados del famoso Panzer. En cambio, el Tiger I protagonista de la impactante escena de combate con tres Sherman en Fury-Corazones de acero, la película con Brad Pitt, es auténtico: el último de su clase que aún funciona y que fue prestado (gracias desde aquí) por el Tank Museum de Bovington, en Dorset. Ese Tiger es el famoso 131, el primero capturado intacto —en Djebel Djaffa, Túnez, en 1943— por un equipo de la inteligencia británica que envió Churchill a cazarlo.
En uno de los mejores libros sobre la guerra de blindados, Tank Men de Robert Kershaw (Platea, 2011), se recogen testimonios que le vacunan a uno de cualquier tentación de empatizar con ese mundo de la Panzerwaffe. Las cabezas de los comandantes, que las llevaban fuera en las torretas para ver mejor qué pasaba, volaban como en la Revolución Francesa. Los carros se incendiaban y las tripulaciones se abrasaban dentro a temperaturas de horno con aullidos que se oían en todo el campo de batalla mientras desprendían un espantoso hedor a carne quemada. Uno de los muchos casos tremendos es el del jefe de un T-34 que al alcanzarle el cañonazo de un Tiger quedó partido por la mitad: de cintura para abajo cayó dentro del tanque, para desconcierto de la tripulación, mientras que la parte superior del cuerpo saltó afuera y quedó en el suelo, el tanquista todavía vivo, mirando desconsoladamente alrededor y arañando con los dedos la tierra.
Knispel, que trabajaba de aprendiz en una fábrica de automóviles, se alistó en los blindados en 1940, participó con 20 años en la invasión de la URSS y luchó en numerosos escenarios del frente del Este, de Leningrado al Cáucaso, destruyendo tanques rusos a destajo. Gran parte de su servicio lo hizo como artillero de diferentes tipos de carros. Al parecer era tan bueno que podía disparar sin autorización del comandante del tanque. En 1943 realizó el curso para llevar el Tiger I y se incorporó con uno, el 133 (luego el 301), al famoso 503º Batallón Pesado Panzer, con el que combatió en Kursk. Tras recibir en 1944 el nuevo Tiger II —un blindado de líneas más modernas que el Tiger I y que asustaba incluso más—, a lomos del cual atravesó París, participó en las durísimas batallas en torno a Caen que siguieron al desembarco de Normandía. Trasladado a la titubeante Hungría, donde coincidió en Budapest con Otto Skorzeny, fue herido mortalmente en la torreta de su Königstiger, el 132, el 30 de abril de 1945 luchando cerca de su casa en Vlasatice, Moravia, y después de desayunarse dos últimos tanques rusos.
El análisis forense de sus restos indica que un trozo de metralla le entró en la cabeza por un ojo. Al parecer lo trasladaron aún vivo a un hospital de campaña en Vrbovec, donde murió con 23 años, diez días antes de que acabara la guerra. Fue enterrado en una fosa común en ropa interior. Dejó un hijo ilegítimo nacido durante el conflicto. Tras su exhumación en 2013 lo volvieron a enterrar en el cementerio militar alemán de Brno. Ahí sigue, tratando de que su leyenda de acero, carne e indisciplina prevalezca sobre las aplastantes cadenas de la historia, la culpa atroz de su bando y el polvo del olvido.
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