Hace 10 años de la desaparición de Amy Winehouse (Londres, 14 de septiembre de 1983- 23 de julio de 2011) y nuevamente necesitamos buscar sentido, desarrollar explicaciones psicológicas, razones médicas o argumentos de género. También debemos resistir la tendencia a encajarla en ese fantasmal club de los 27, como si su muerte estuviera predestinada por la edad y el oficio. De ahí se suele saltar a culpabilizar a la industria de la música; en este caso, se trata de una atribución injusta.
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De hecho, la trayectoria de Amy muestra quizás la mejor cara del negocio de la música grabada. A principios de siglo, funcionaban sus antenas y la joven intérprete fue detectada rápidamente en un Londres rebosante de candidatos al estrellato. Aunque apenas tenía canciones originales, firmó un generoso contrato como autora con EMI Publishing, que permitió que se emancipara, trasladándose a un piso propio. Como artista discográfica, eligió Island Records, sello que ha tendido a cuidar de sus músicos y que exigió en enero de 2008, vía un documento que ella rubricó, que se desintoxicara antes de presentarse a los Grammy. Su ausencia en la ceremonia no impidió que conquistara cinco premios.
Con anterioridad a esos acuerdos, Amy se había integrado en 19 Management, parte del imperio del magnate televisivo Simon Fuller, que le pagaba un estipendio semanal antes de su lanzamiento. Tenía como representante a un admirador leal, Nick Shymansky, que puso su salud por encima de cualquier consideración. Aunque no estaba preparado para lo que iba descubriendo; los episodios de bulimia, la etapa con antidepresivos, la atracción por las drogas duras. La insistencia de Shymansky en la necesidad de entrar a fondo en un proceso de rehabilitación provocó que Amy cambiara de manager, yéndose con Raye Cosbert, su buscador de conciertos. Una mala idea: el hombre confundía desarrollo de carrera con abundancia de directos, embarcando a Amy en giras que estaban por encima de sus capacidades físicas.
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Para más inri, Cosbert contaba con la complicidad de Mitch Winehouse. Equivalente judío y masculino de nuestra “madre de folclórica”, Mitch apostaba por el pájaro en mano y empujaba a Amy a cumplir sus bolos. Cantante frustrado, Mitch adoraba los focos. De su insensibilidad da sobrado testimonio su viaje a la isla caribeña de Santa Lucía, donde se había refugiado una frágil Amy para dejar las drogas ilegales: aterrizó con un equipo de televisión, dispuesto a grabar un documental sobre su hija descarriada.
La de Mitch era una carga inevitable: era adorado por una Amy traumatizada por su ausencia del hogar familiar. La elección de Blake Fielder-Civil como marido sí que fue cosa suya… y resultó funesta. Un pijo amante de la vida peligrosa, reconoció haber introducido a Amy en los placeres del crack y la heroína. Carente de brújula moral, usaba la fortuna de la cantante para intentar librarse de las consecuencias de sus caprichos y arrebatos. Tras ser encarcelado, Amy se convirtió en una mater dolorosa, que pedía a sus fans que se solidarizaran con “su Blake”.