Silla de gamer. Muchas cartas a los reyes magos incluyeron esta petición las pasadas navidades. La aspiración es emular a los jugadores profesionales de videojuegos. Un trono acolchado sobre el que se asienta un imperio que el año pasado movió en todo el mundo 175.000 millones de dólares (147.000 millones de euros), según la consultora estadounidense Newzoo, un 20% más que en 2019. Si se cumplen las previsiones, la facturación agregada superará este año los 189.000 millones en un negocio que hace tiempo que dejó de ser solo cosa de niños.
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Los confinamientos aceleraron el uso de este tipo de entretenimiento. Sin embargo, la pandemia no es el único motor del despegue de la industria. En su bolsillo tienen otra explicación. En el planeta hay 3.500 millones de teléfonos inteligentes y 2.600 millones de usuarios ya juegan desde sus smartphones. Hace 20 años había que ir a una tienda especializada para comprar la última novedad; hoy la mayoría de las adquisiciones de títulos son descargas digitales. El gasto en videojuegos a través del móvil impone su hegemonía: 86.000 millones de dólares, muy por delante de las consolas (51.000 millones) y de los ordenadores (37.000 millones). Otro catalizador de este crecimiento suena a contrasentido: el valor de lo gratuito. Fenómenos de masas como Fortnite, Call of Duty o Warzone han popularizado el modelo Free-to-play, donde el cebo es la posibilidad de jugar sin coste para luego ir pagando por complementos (vidas extra, habilidades de los personajes, etcétera).