Se dice que los Apu, los espíritus de las montañas, habitan estas altas cumbres en Perú. Y no es difícil creerlo cuando se ve el paisaje ligeramente ondulado de la meseta que rodea el lago Titicaca, desde Puno hasta la frontera con Bolivia. Conforme se baja la sierra sorprenden los campos de quinoa, con sus hermosos colores: amarillo, rojo, rosa, violeta, verde. Sus mazorcas altas se mecen con el viento y se doblan por el peso de las aves que roban sus semillas.
“La quinoa es nuestro capital”, explica Manuel Flores Mendoza, presidente de la comunidad de Molloco, mientras pasea por su terreno, cultivado con quinoa multicolor. “Nuestros antepasados la han utilizado en ceremonias por milenios”, asegura este agricultor que cultiva su chacra, su campo agrícola, con técnicas ancestrales del altiplano andino y rotación de cultivo.
Originaria de los altiplanos entre Perú y Bolivia, la quinoa se ha clasificado muchas veces apresuradamente como cereal, pero forma parte de las quenopodiáceas, una familia que incluye numerosas especies, como la espinaca y la remolacha. Su cultivo en las mesetas pedregosas de los Andes, a unos 4.000 metros sobre el nivel del mar, se remonta a más de 5.000 años. Alimento sagrado de los incas por sus propiedades nutricionales y nutracéuticas, esta semilla se relacionaba con la religión y la cultura, que le atribuían propiedades sobrenaturales.
Pero, cuando llegaron los conquistadores españoles, la quinoa fue marginada, reemplazada por cereales y, durante todo el siglo XX, ha sido etiquetada como comida de los indios. Aunque este alimento era conocido fuera de Perú ya desde los años ochenta, fue en 2013 cuando las Naciones Unidas declararon el Año internacional de la Quinoa (AIQ), lo que impulsó su consumo a nivel mundial. Desde entonces, son cada vez más valoradas sus propiedades y las prácticas ancestrales de los pueblos andinos que la han sabido conservar.
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