En 1798, el clérigo británico Thomas Malthus predijo que la humanidad estaba condenada a las hambrunas y el sufrimiento periódico. La máquina de vapor, inventada años antes, la comprensión y el dominio de la electricidad que comenzó poco después o la creación de los fertilizantes artificiales, a principios del siglo XX, hicieron posible una multiplicación de la riqueza y los alimentos extraídos del planeta que hoy sostiene a casi 8.000 millones de personas.
El crecimiento de la población y de los recursos consumidos por cada individuo, no obstante, ha tenido un impacto medioambiental que amenaza con dar la razón a Malthus, aunque sea con unos siglos de retraso.
Una de las fuentes de esas amenazas para el equilibrio ecológico es la producción de carne. Según un informe de la FAO, el 14,5% de las emisiones globales de CO2 están asociadas a la ganadería. Y hay que sumar otros impactos, como la deforestación para ampliar las tierras de cultivo de forraje, la disposición de sus residuos o el sufrimiento del ganado.
Para limitar ese impacto, una de las soluciones sería reducir el consumo de carne, algo que se está produciendo en cierta medida en países como España. Sin embargo, mientras se ve si la concienciación sirve para lograr reducciones significativas, la maquinaria que unió ciencia, tecnología y capitalismo para dejar mal a Malthus ya está en marcha para generar alternativas con las que seguir disfrutando de la carne reduciendo el daño medioambiental. Los más optimistas plantean, a largo plazo, una industria cárnica sin animales. Algo que puede sonar tan descabellado como hace unas décadas la industria automovilística sin motores de combustión, algo que la Unión Europea pretende hacer realidad en 2035.
Una hamburguesa por 250.000 euros
Desde que, en 2013, el investigador de la Universidad de Maastrich (Países Bajos) Mark Post presentó en Londres una hamburguesa artificial que costó 250.000 euros, la producción de carnes de imitación ha avanzado mucho y se ha convertido en un campo de inversiones y progresos acelerados.
Seren Kell, directora de ciencia y tecnología en Europa de la organización sin ánimo de lucro The Good Food Institute (GFI), explica que, pese a la existencia de proteínas alternativas a la carne muy válidas desde el punto de vista dietético, como las legumbres, la creación de productos que imiten la experiencia que ofrece la carne de origen animal es útil, al menos para facilitar una transición hacia un mundo con menos carne.
Por ahora, algunos de los resultados más espectaculares se han producido con sucedáneos de la carne basados en plantas. De momento, con la carne cultivada a partir de células extraídas de animales y multiplicadas en biorreactores se aspira a crear productos parecidos a las hamburguesas o las salchichas. Sin embargo, en Israel, uno de los países más avanzados en estas tecnologías, la compañía Redefine Meat ha producido filetes completos, que tratan de recrear su textura y su sabor, con impresoras 3D en las que las materias primas son la soja, los guisantes, la remolacha o el aceite de coco. Estas carnes estarán en los menús de algunos restaurantes europeos en los próximos meses. En España, la empresa navarra Cocuus trabaja en el desarrollo de productos similares.
De los alrededor de 3.000 millones de dólares que, según GFI, atrajeron las empresas dedicadas a las alternativas cárnicas en 2020, unos 2.200 millones fueron a las que trabajan con plantas. En segundo lugar, con algo más de 500 millones, quedaron las compañías que producen las proteínas por fermentación, como el proceso que hace posible la cerveza, utilizando microbios que transforman residuos de la industria agrícola.
Cinco mil millones de vacas
Bosco Emparanza, CEO de MOA foodtech, una de estas compañías, explica que sus microbios son capaces de transformar en proteína barata y nutritiva los residuos vegetales de la industria agroalimentaria. “Nosotros hemos trabajado con Barilla para transformar los residuos de la pasta y producir proteína. Ahora, se empleaban para dárselos a cerdos o vacas, pero nosotros se lo damos a un microorganismo que hace la conversión en proteína de una forma mucho más eficiente, “empleando un 98% menos de agua y generando un 85% menos de CO2 que las vacas”, explica.
Marco Bertacca, CEO de Quorn Foods, otra empresa dedicada a la fermentación, ha calculado que si se pudiesen procesar con estas tecnologías los 8.000 millones de toneladas de desechos de carbohidratos que produce la agricultura al año se obtendría “la misma cantidad de proteína que obtendríamos de 5.000 millones de vacas […], tres veces más vacas de las que hay en el planeta ahora”. Lograr convertir una pequeña fracción de esos residuos supondría un cambio relevante en la reducción de la huella de carbono de la producción de alimentos.
Ya sea a través de las proteínas de origen vegetal que se conocen desde hace miles de años o de las que se obtienen por otros medios y se preparan para imitar la carne de origen animal hay alternativas para alimentarse de una forma más sostenible, con una reducción del sufrimiento animal y, en algunos casos, de forma más saludable. Sin embargo, como sucede con frecuencia con la comida, ser consciente de lo que es bueno para nosotros no garantiza evitar decisiones poco convenientes como tomar un litro de helado de una sentada o acabar esa bolsa enorme de patatas fritas.
Por eso, para complementar con tecnología los logros de la contención, tiene especial interés el tercer método para producir carne sin animales: la carne cultivada. Con algo más de 300 millones de inversión en 2020, está menos avanzada que los sustitutos basados en plantas o los fermentados, pero sería una forma de producir carne real fuera de los animales.
La carne cultivada se obtiene extrayendo unas células precursoras de las fibras musculares, llamadas miocitos. Estas células se pueden cultivar en un biorreactor para crear de forma artificial la carne que producen los animales en sus cuerpos. Los cultivos serían útiles para producir cosas parecidas a la carne picada para fabricar hamburguesas o salchichas, pero aún tienen muchos retos por delante.
Entre otros, el de añadir otras células tan importantes como las de grasa para que la carne sea sabrosa o generar las estructuras necesarias para que la carne tenga forma de chuletón. Además, es necesario encontrar sustitutos a los factores de crecimiento de origen animal que aún son necesarios para hacer proliferar la carne in vitro y que suponen gran parte del coste de producción. Por estos y otros motivos, expertos como Ricardo San Martin, de la Universidad de Berkeley, son escépticos sobre la posibilidad de que la producción a gran escala de carne de laboratorio llegue a ser económicamente viable. “Si tienes mil células, hay mil cosas que pueden ir mal”, ha afirmado.
Dudas sobre la carne cultivada
Seren Kell reconoce estos retos, pero señala que el trabajo intenso en esta área “comenzó hace cinco o seis años y aun así ya tenemos más de 100 startups en todo el mundo y aparecen nuevas pruebas de concepto cada pocos meses”.
Desde su punto de vista, a diferencia de otros ámbitos como las energías renovables, donde se invierten decenas de millones de euros, los Estados no se han implicado a gran escala en el impulso de estas tecnologías. “Algunas evaluaciones estiman que [este tipo de tecnologías] producirían carne con un 90% menos de emisiones de efecto invernadero además de reducir la contaminación del agua y el uso de tierra. Ese terreno extra se podría emplear para proyectos de captura de carbono o iniciativas de recuperación de entornos salvajes para mejorar el medioambiente y la biodiversidad”, añade Kell.
En las próximas décadas, la forma de producir carne y de consumirla se intensificará. Quienes confían en que el ingenio humano volverá a derrotar las predicciones hechas sobre tendencias del pasado que no tienen en cuenta las nuevas tecnologías tendrán enfrente a quienes prefieren la austeridad para superar el límite de un planeta que ya muestra signos de agotamiento. Una industria cárnica sin animales puede ser parte de la solución a un problema que requerirá explorar todas las opciones.
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