Colombia se asoma a un precipicio. Lleva doce días paralizado por unas protestas que se han extendido a lo largo de todo el territorio en diferentes grados e intensidades. Un fuego soterrado, de múltiples causas, que cuando se apaga en un lado se reaviva en otro.
La inconformidad con Iván Duque, un presidente muy impopular, explica que la gente se echara a la calle el 28 de abril para protestar por la reforma tributaria que pretendía sacar adelante en el Congreso. Los economistas le aconsejaban a Duque una subida de impuestos con la que cuadrar las cuentas después del mazazo que había supuesto la pandemia. Tras cinco días de clamor en las calles y cuando se empezaban a conocer los primeros casos de represión policial, el presidente retiró la reforma y dejó caer al ministro de Hacienda que la había ideado. Era un llamado a la tregua.
Sin embargo, la protesta subió unos grados más. Regiones y ciudades enteras quedaron bloqueadas. Los manifestantes levantaron retenes y barricadas. La policía intentó dispersar a las multitudes con violencia. Por ahora han muerto 27 personas, la mayoría jóvenes, según datos oficiales, y los heridos se acercan al millar. Está probado que los agentes han disparado a gente desarmada. La comunidad internacional ha pedido a Colombia que cese la represión y lleve a los tribunales a los culpables. El Gobierno se escuda en que se producen disturbios y las fuerzas de seguridad repelen agresiones.
Jorge Restrepo, profesor de la Universidad Javeriana, trata de descifrar el origen de este estallido social: “Es una causa próxima a la indignación, el inconformismo, el desprecio al gobierno nacional, sumado a enorme descontento social. La pandemia añadió, además, un gran sufrimiento a la población”. Restrepo, también director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), considera que hay chispas que avivan el conflicto como la brutalidad policial, el hecho de que Gobierno esté en manos de un partido minoritario y fragmentado, con agentes radicales en su interior, como el expresidente Álvaro Uribe, o el tratamiento a la población indígena. “Es una multiplicidad de chispas que terminaron encendiendo un fuego de pradera”.
Colombia vivió uno de los encierros más largos del mundo por la pandemia. Se cerraron medio millón de negocios. La pobreza aumentó en 6,8 puntos, hasta el 42,5% de la población. Supuso una década de retroceso. En ese escenario la gente creyó que una subida de impuestos era injusta, aunque los expertos económicos la consideren necesaria para no aumentar la deuda y redistribuir la riqueza. El 80% de la población se opuso. Duque, que necesitaba del apoyo de partidos independientes para sacarla adelante en el Congreso, ha visto a sus socios desentenderse de una medida muy impopular. Incluso Uribe, su mentor, le ha dado la espalda. Más solo que nunca, Duque decidió de todos modos seguir adelante.
Esa confrontación con la calle ha enardecido al país. Los choques entre manifestantes y policías han sido especialmente intensos en ciudades como Cali, en el Valle del Cauca. La urbe de 2,2 millones de habitantes ha quedado durante días bloqueada por aire y por tierra. Escasean los productos, la gasolina. Los precios de las cosas se han multiplicado por diez. Ha habido saqueos de comercios y quema de bancos y oficinas gubernamentales. Se han abierto corredores humanitarios por los que pasar medicinas y artículos de primera necesidad. El barrio de Siloé, uno de los más pobres, se ha levantado de facto contra el Gobierno.

Niños de un colegio del barrio Siloé (Cali) escriben consignas en un muro.
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