La destrucción de la democracia en Venezuela y Nicaragua es razón suficiente para temer que Pedro Castillo pretenda implantar en Perú un engaño. La aclimatación del despotismo electo es improbable porque la Asamblea Constituyente cimentaría su desarrollo.
Debe ser convocada con el consenso de amplias mayorías, de las que carece Perú Libre, para que refleje la pluralidad social. Castillo no cuenta con ellas, ni le respalda un movimiento semejante al MAS, de Evo Morales, o el PT, de Lula.
Las presidenciales han demostrado que las alertas sobre la pérdida de libertades y derechos y el advenimiento de un totalitarismo represor y ruinoso no hicieron mella en los millones de electores ya arruinados por la pandemia y el desempleo.
El 75% de los trabajadores peruanos son informales. El espantajo del comunismo no asustó al Perú de la vulgata marxista ni al olvidado desde el virreinato de Blasco Núñez. La delincuencia política y los ineptos en liza hicieron el resto en una nación con seis outsiders presidentes por los reacomodos de segunda vuelta.
Al igual que Ollanta Humala, convendría que lo jurara ante notario para despejar las dudas de los cuarteles, de los inversores y, fundamentalmente, de los demócratas: que suscribiera el compromiso en defensa de la democracia del militar que también infundía sospechas desde que protagonizara un levantamiento castrense.