El Estado francés tardó 50 años en reconocer que fueron sus fuerzas policiales, y no los nazis, los que ejecutaron las deportaciones masivas de judíos en Francia. Jacques Chirac rompió aquel tabú en 1995. “Existen momentos en la vida de una nación”, exclamó el entonces presidente conservador francés, “que hieren la memoria y la idea que un país se hace de sí mismo”. Sin embargo, tuvieron que pasar otros 16 años para que Francia reconociese un crimen que había cometido mucho antes: no fue hasta el siglo XXI cuando, gracias a la Ley Taubira, el Estado, a través del Parlamento, pidió perdón por la esclavitud, abolida en 1848.
Mientras que el debate sobre la responsabilidad en los horrores de la Segunda Guerra Mundial vivió un cambio importante a finales de los años sesenta –el canciller alemán Willy Brandt se arrodilló ante el monumento a las víctimas del Gueto de Varsovia el 7 de diciembre de 1970 en un gesto que simboliza ese proceso–, la discusión abierta sobre los crímenes de la colonización ha tardado más tiempo en llegar, impulsada, entre otras cosas, por el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, pero también por la necesidad de establecer una nueva relación con las antiguas colonias.
La norma lleva el nombre de la diputada de Guayana Christiane Taubira, que en 1999 presentó un proyecto de ley para que la Asamblea Nacional reconociese como un crimen contra la humanidad “la trata transatlántica de esclavos y la esclavitud, perpetradas a partir del siglo XV por las potencias europeas contra las poblaciones africanas deportadas a Europa, América y el Océano Índico”. Se aprobó en 2001, siglo y medio después de la abolición.
Alemania acaba de reconocer como genocidio el asesinato masivo, entre 1904 y 1908, de los hereros y los nama en la actual Namibia y ha prometido unas reparaciones de 1.100 millones de euros, que han sido recibidas con bastante escepticismo en este país de la costa oeste africana. Casi al mismo tiempo, el presidente francés Emmanuel Macron reconoció el siniestro papel que su país desempeñó en el genocidio ruandés de 1994, bajo el presidente socialista François Mitterrand. Habló de “responsabilidad abrumadora” en un crimen contra la humanidad, cuyos ejecutores recibieron el silencio, cuando no el apoyo, del Estado francés que se movió por antiguos reflejos coloniales.