El Museo de Arte de Cleveland hizo público en abril de 1976 la adquisición de un caravaggio. Procedente de España, La crucifixión de San Andrés acabó colgado en la tercera pinacoteca más nutrida de Estados Unidos —tras el Metropolitan y la National Gallery — porque la Junta de Calificación y Exportación que asesoraba al Ministerio de Cultura nunca le atribuyeron su autoría al maestro milanés, de escasa obra autentificada. Después del traslado, los restauradores de Ohio devolvieron el brillo al retablo de 1607 y revelaron una escena coincidente con la descrita en el inventario de su primer dueño: el Conde de Benavente.
El octavo conde de Benavente, virrey de Nápoles entre 1603 y 1610, debió visitar el estudio de Caravaggio en la ciudad del Vesubio, donde este se refugió durante sus últimos años de vida. A comienzos del siglo XVII el cuadro ya figuraba en el archivo artístico del noble. Este registro describe un lienzo “muy grande de pintura de San Andrés, desnudo cuando lo colocan en la cruz, con tres sayones y una mujer”. La obra pasó siglos desaparecida hasta que, en 1973, el marchante madrileño José Manuel Arnaiz creyó localizarla en un convento vallisoletano que nunca concretó. El mundo supo de su existencia en febrero de ese mismo año gracias al entonces director del Museo del Prado, Xavier de Salas, que citó el hallazgo durante un simposio romano sobre Caravaggio. Entonces comenzó a discutirse su autoría.
Aquel septiembre la pieza formó parte de la muestra Caravaggio y el naturalismo español, organizada por el Ministerio de Educación y celebrada en los Alcázares de Sevilla. El curador Alfonso Pérez Sánchez la presentaba en el catálogo como El Martirio de San Felipe, título que acompañaba de un signo de interrogación. Mantenía que ese cuadro no podía ser el mismo que perteneció a Benavente, pues aquel hubo de representarse con la cruz en aspa, “atributo insustituible en la iconografía de San Andrés”. Con todo, el texto de la muestra reconocía que su “carácter caravaggiesco” estaba fuera de duda, vinculándolo a las “obras seguras de Caravaggio en sus tres últimos años de vida”. Arnaiz pidió autorización un trienio después para vender el retablo, sobre el que recaían fundadas sospechas, a una casa londinense intermediaria del Museo de Cleveland. Y la Junta de Calificación concedió tal pasaporte.
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