Mírelo bien. He aquí un tipo normal saliendo de la precariedad cuando todos entran. Llámele criptoartista, aunque ni siquiera él, Javier Arrés (Motril, 1982), supiera exactamente qué era eso hasta finales de 2019. Una epifanía en forma de e-mail le abrió las puertas de una tribu ilustrada que llevaría el prefijo cripto por la vida y anunciaría a sus semejantes el advenimiento de una nueva era, la de los NFT (No Fungible Tokens). Unas siglas que aunque tampoco le suenen están a punto de poner orden en ese bazar caótico que llamamos internet.
“Tenía esos problemas cuando… ¡plin!, llega un correo de [Javier Arrés engola la voz] Danny Fu, fundador y CEO de MakersPlace”.
Hasta aquel correo, Arrés era solo un artista digital que triunfaba con sus GIF. Pero triunfaba solo teóricamente, porque vendía muy poco a pesar de que sus visual toys se reproducían millones de veces. “Era imposible certificar que un GIF era una pieza única, y el coleccionista busca la autenticidad de la obra”, cuenta en su piso alquilado en el Albaicín, en Granada. Para vender, ensayaba todo tipo de formatos. “Por ejemplo, un pendrive metido en una cajita con un sello, pero mi GIF se lo podía descargar cualquiera de internet y el comprador no tenía cómo acreditar que su pieza era la auténtica”.
Mr. Fu le propuso que se uniera a su plataforma: “El primer mercado de arte digital verdaderamente raro y auténtico”, anuncia su web. Fue la primera vez que Arrés escuchó hablar de criptoartista y NFT. “Era difícil de entender, pero yo me había topado con muchas barreras para autentificar mi obra, y pude ver que ahí estaba una solución”. Los NFT, creados en 2017 por la red blockchain Ethereum, son las escrituras de internet. Un certificado de propiedad y autenticidad sustentado en tecnología blockchain que distingue un archivo digital original. Y aunque pueda ser descargado mil veces, solo hay un dueño y un original, los que acredita el NFT. Así, la NBA ha tokenizado —anote ese verbo— el videoclip de una jugada de LeBron James y lo ha vendido por más de 174.000 euros y The New York Times ha subastado una columna por 475.000. Tanto el vídeo como el texto pueden seguir consumiéndose en la Red, pero ya tienen dueño. Si usted se los descarga en su teléfono, no tendrá el activo digital, solo una de sus copias que, por cierto, no valen nada.