Javier tiene 16 años, buenos amigos, vive en una familia armónica formada por sus padres, Félix y Ana, y dos hermanos, uno de 20 años y otro de 10. En su bonita casa con jardín, situada en un pueblo de la sierra madrileña, todo transcurre diferente desde que las pasadas Navidades Javier comenzó a darse cuenta de que tenía “sensaciones muy raras”. “No quería seguir”, explica, “no veía más allá y yo iba pensando en quitarme la vida”.
No hay drama en su discurso, solo reflexiones profundas, silencios entre frases que parecen dedicados a poner orden en sus pensamientos, y una mirada viva y al mismo tiempo profundamente triste. La ansiedad no le deja vivir ni ver que lo que ahora siente puede no durar eternamente. Sabe que su situación no es única, que les ocurre a muchos otros jóvenes. Demasiados y en continuo aumento desde que la pandemia “hizo explotar todo”, como explican los psiquiatras. Pero no encuentra en las cifras ningún consuelo. Sin estridencias, argumenta: “Nunca tengo la cabeza calmada. Para mí el suicidio es una solución”.
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Para Javier, estudiante de 2º de bachillerato que va un curso adelantado a su edad por tener un coeficiente intelectual por encima de la media, todo se detuvo cuando comenzaron las crisis de ansiedad. “La siento constantemente, pero me sigue sorprendiendo porque me han dado picos con ataques muy fuertes en los que suelo perder el conocimiento. Durante ellos, por lo que me cuentan mis padres, puedo estar durante dos horas convulsionando, me intento autolesionar, me pego puñetazos, me intento morder… Luego no me acuerdo de nada y solo me duele todo el cuerpo.
Ahora también han aparecido las migrañas que me producen ansiedad que a su vez provoca las migrañas, es como un círculo vicioso”. Félix, su padre, cuenta que en enero se lo encontró en el baño con un bote de lejía y que les dijo que había mirado en Internet cómo quitarse la vida: “Creí que era una llamada de atención, una situación delicada, y fuimos a un psiquiatra que nos recomendó que empezara a tomar Orfidal”. Pero las cosas se desarrollaron muy rápido y un sábado, tras decir que iba a dar una vuelta, les llamó desde las vías del tren.
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“Empezó con ataques más leves, hiperventilas, se te agarrota el cuerpo”, explica Javier. “Después aparecieron las apneas, más tarde comencé a autolesionarme. Son impulsos. Un buen amigo había pasado por una circunstancia muy mala y, como soy muy empático, no poder ayudarle me generó un malestar muy grande. Llegué a las vías del tren, que están cerca de casa, y sabía que pasaba uno en un minuto.
No sé por qué llamé a mi madre. Es todo muy inconsciente. La escuché llorar y me aparté. Recuerdo que el tren me pasó a centímetros. Luego tuve una crisis y me dejaron ingresado en el Hospital Puerta de Hierro. Al principio fue horrible: 24 horas aislado, a las 48 horas te dejan hablar 10 minutos con tus padres…, me desmayé varias veces. Todo está vigilado, las ventanas son de metacrilato, después estás en una habitación con un compañero, te medican, haces terapia, te enseñan… Me vino muy bien. Aprendí a controlar la ansiedad, llegas ahí, no eres nadie y te medio encuentras y encima conocí gente en muchas peores circunstancias que la mía”.
Demasiado atentos a lo que pasa fuera y poco a lo que pasa dentro
Los psicólogos y psiquiatras tienen más trabajo que nunca, incluso notan que entre los jóvenes está cambiando la percepción que tenían de su labor y ya no les resulta tan raro comentar con los amigos que necesitan de su ayuda. Aun así, son más féminas las que acuden a sus consultas porque, como explica la psicóloga Irene Bautista, “las mujeres somos más verbales y entendemos mejor la acción de ayuda”. Los chicos lo tienen más difícil porque entre ellos no es tan frecuente hablar de emociones y aún pesa esa idea ancestral de que los hombres no lloran o no deben hacerlo.
Para esquivar la ansiedad hay que evitar especialmente estar más preocupados por lo que pasa fuera que por lo que pasa dentro. Bautista recomienda dejar a un lado todos los tengo y debería: tengo que encontrar un trabajo, debería estar más delgado, tendría que conectar más con la gente…, y centrarse en lo que uno quiere y necesita. Buscar relaciones reales, trabajar en casa con las emociones buenas y malas, educar y no salvar, preguntar de forma abierta para acompañar no para juzgar y, sobre todo, conocernos y escucharnos. “No hay una varita mágica para conseguirlo”, sentencia, “nos tenemos que dedicar tiempo y somos cada uno de nosotros los que tenemos que hacernos cargo de nuestra vida. Escucharnos para saber qué nos gusta y que no y luego pararnos a pensar qué vamos a hacer para conseguirlo”.