El ser humano nace inmaduro. No sabe andar, ni mucho menos hablar, no ve como lo hará con el paso de los meses, ni siquiera puede sujetarse en una posición erguida. Pero la inmadurez no solo se aprecia en este tipo de funciones externas, sino que también se da internamente. Y una de las partes más inmaduras en los primeros meses de vida es el sistema digestivo.
Para poder alimentarse y, por ende, sobrevivir y desarrollarse, el recién nacido posee el reflejo natural de succionar y tragar desde el momento del parto. Prueba de ello es que sus primeros minutos de vida los invierte en buscar el pecho de su mamá mientras esta le da cobijo y seguridad con el contacto directo de sus respectivas pieles. Esto es fundamental para que pueda ingerir y tolerar el único alimento que probará durante el primer semestre de vida, la leche, ya sea materna o de fórmula.
Además de ser el alimento más completo para su crecimiento, la inmadurez en el sistema digestivo del bebé hace que también sea el más recomendable desde este punto de vista, ya que lo tolera bien pese a que su esófago presente un tono muscular inmaduro y a que el esfínter que separa a este del estómago tampoco está del todo desarrollado, entre otros aspectos. Al mismo tiempo, tampoco produce la cantidad necesaria de componentes involucrados en la digestión. Esto explica que hasta que con el paso del tiempo dicha inmadurez desaparezca, el niño sufra reflujos y regurgitaciones.