Industria ha dejado de ser una palabra cargada de pasado para convertirse en una plena de futuro. En la memoria quedan las imágenes de los altos hornos o de la metalurgia más contaminante. También aquel viejo adagio que decía que “la mejor política industrial era la que no existe”, atribuido a Carlos Solchaga, ministro de Economía español en tiempos del Gobierno socialista de Felipe González, y que corrió como la pólvora por varios países latinoamericanos, laminando sus ya de por sí débiles mimbres manufactureros. El concepto mismo de sector secundario ha dado un giro radical en los últimos años; la cuarta revolución industrial ha dejado de ser un futurible para convertirse en algo real, palpable; y tras varias décadas de dejar hacer al mercado, son legión los países que vuelven sus ojos sobre la industria para tratar de asegurar su propio futuro. Las manufacturas, especialmente las de mayor componente tecnológico, vuelven a estar en el candelero. Y los poderes públicos han perdido el miedo a tomar las riendas.
El runrún venía de atrás, pero la pandemia de la covid-19 ha sido un potente impulso para este cambio de guion. El drástico parón de los servicios a medida que los países confinaban a la población y activaban el botón de la hibernación en la economía puso de relieve la urgencia de darle una vuelta al modelo económico vigente que prima los servicios. Hacia ahí se dirige Bruselas y los fondos europeos de recuperación, como también el discurso de un número cada vez mayor de economistas.
![Cadena de montaje de coches en la fábrica de Volkswagen en Zwickau, Alemania.](https://imagenes.elpais.com/resizer/eVrYgOIFyB6KvS_XMGpc6lfpvDM=/414x0/cloudfront-eu-central-1.images.arcpublishing.com/prisa/Y2A6VZUF3FH6TLQR4XYZZ5QFIA.jpg)
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