En la revolución cubana se repitió un fenómeno ya registrado en la rusa de 1917: sucedió a un régimen político caracterizado por una intensa represión, y en brevísimo tiempo multiplicó las cifras de muertos y encarcelados. Fue la primera llamada de atención para tantos que contemplaron (contemplamos) la posibilidad de que una revolución social conjugara la justicia para el pueblo y la libertad política.
La habilidad de Fidel hizo que pasara inadvertido su golpe a la democracia de febrero de 1960, eludiendo el regreso a la Constitución de 1940, mientras él mismo organizaba el espectáculo de los fusilamientos ejemplares. Con el “paredón”, y las consiguientes explicaciones de los crímenes de los ejecutados, atendía al objetivo de airear ante el mundo la barbarie del régimen de Batista, y de paso mostraba a la sociedad cubana que se disponía a ejercer una represión implacable frente a toda oponente.
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Los cubanos aprendieron que Fidel y Raúl, llegado un momento difícil, estaban dispuestos a matar (a veces incluso a los suyos, si lo creían necesario, caso Arnaldo Ochoa). La vocación punitiva siguió formando parte del ADN del castrismo hasta hoy y ha sido la principal garantía de su supervivencia. Nada explica mejor la continuidad en el método que la respuesta dada por Díaz-Canel al reciente movimiento de desesperación y protesta.
Poco pueden esperar los ciudadanos de la isla, si no surge una fractura entre los cuadros dirigentes a la hora de valorar la situación, y ello es difícil porque con el tiempo ha cuajado un sólido sistema de privilegios entre sus componentes. Además, en vez del triunfo de revoluciones pacíficas del tipo de la primavera árabe, estamos asistiendo en todo el mundo al aplastamiento de las mismas, sin la menor concesión al respeto de los derechos humanos (Bielorrusia, Venezuela, Nicaragua). Cuba se suma a esta lista.