Sergio Santiago vive en una casa de dos pisos con su esposa, hijo, suegros y cuñado en Valle de Chalco Solidaridad. Para llegar desde este municipio del Estado de México hasta su trabajo en la capital, tenía que salir cada día a las ocho de la mañana y hacer una combinación de transportes demasiado farragosa. Tardaba dos horas en llegar. Después de contagiarse de covid, en noviembre, empezó a recorrer una parte del trayecto en bicicleta para no viajar hacinado y hacía el resto en la Línea 12 de metro. Antes de salir de casa, su hijo, de tres años, intentaba retenerlo porque hasta las once de la noche no volvía a verlo. “Papi, tu casco. Papi, tus lámparas”. El hombre se alejaba y el niño volvía a llamarlo. “Papi, un beso. Papi, tus bendiciones”. Antes de cruzar la puerta, el pequeño insistía: “Cinco para el camino, por si acaso”. Y chocaban las manos.
—No me puede pasar nada, hijo, porque ¿quién soy?
—¡Batman!
A las 22.22 del 3 de mayo, cuando dos vagones de la Línea 12 de metro se desplomaron entre las estaciones de Olivos y Tezonco, Santiago no vio su vida pasar en un minuto como relatan las personas que atraviesan situaciones límite. Solo quería salir ahí y chocar los cinco con su hijo. Solo se hacía una pregunta: “¿Cómo se va a morir Batman aquí?”.
Santiago, de 38 años, había terminado su turno como vendedor en un centro comercial esa noche apenas pasadas las diez, había subido las escaleras hasta el andén y cuando llegó el metro pensó en dejarlo pasar porque los últimos vagones, donde está permitido viajar con bicicletas, iban llenos. Pero al frenar el tren en la estación de Tezonco, todos los pasajeros bajaron y él pudo entrar. Iba de pie, sosteniendo su bicicleta, con el casco y los lentes todavía puestos. Dos hombres a su lado hablaban de cómo había pasado el Día de la Santa Cruz, que se celebraba ese día. En menos de un minuto, escuchó el mismo ruido fuerte que describen otros supervivientes.
26 personas murieron y casi un centenar resultaron heridas después de que el metro se precipitó sobre una de las principales avenidas de la periferia del sur de la ciudad. Santiago salió volando de espaldas cuando sonó el estruendo y el resto de los pasajeros cayeron sobre él, algunos ya desmayados. De un lado, una mujer se sostenía de su jersey; del otro se oía la respiración fuerte y agitada de un hombre. El aliento a su izquierda dejó de escucharse de repente y la señora a su derecha pegó un grito que Santiago todavía escucha. Se quedó todo en silencio, ya no había luz.
Santiago tomaba la Línea 12 desde que fue inaugurada hace nueve años en el mandato de Marcelo Ebrard. La línea dorada, la más nueva y costosa de la capital, le daba “muchísima más tranquilidad”. Se sentía menos expuesto a los robos, llegaba antes a su casa y ahorraba dinero. En dos estaciones, San Andrés Tomatlán y Lomas Estrella, había sentido vibraciones, pero se imaginaba que era lo normal. “Lo que sí me había dado cuenta era que los trenes nunca se encontraban: o llegaba uno o llegaba el otro. Quiere decir que no soportaba tanto peso”, señala. La línea había sido reparada pero los vecinos seguían denunciando el mal estado del tramo que colapsó esa noche.
Tirado sobre el suelo, Santiago estaba inmóvil. No podía saber todavía que los vagones se habían desplomado y colgaban formando una V. La jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, explicaría horas más tarde que la estructura se rompió por el punto de unión de las trabes, que son vigas horizontales, y el tren cayó a la carretera desde una altura de cinco metros. Los peritajes, que estarán listos en los próximos días, darán las claves que faltan para esclarecer el siniestro.
“Era imposible salir porque el vagón estaba inclinado”, explica Santiago. Escapar, dice, hubiese sido “pisar, pisar y pisar” gente. Un pasajero que intentaba calmar a las personas que estaban atrapadas le prometió que volvería a ayudarlo después de sacar a su novia y Santiago no le creyó. “Pero el muchacho sí regresó”, cuenta ahora, recostado sobre una cama de su casa, en un ángulo de 45 grados, con las piernas rígidas. “Y sí me jaló y me ayudó a salir, pero había mucha gente muy mal. Había gente ya muerta. Traté de no pisar a nadie. Escuchaba que de arriba los policías decían: ‘No se muevan porque esto se va a caer’. Y entonces me espanté todavía más”.
Mientras Santiago recuerda esa noche, su bebé se acerca tímido. Viste un pantalón gris de Spiderman y una camiseta del Cruz Azul, que la noche anterior ganó la Liga mexicana después de 23 años. Trae dos superhéroes de plástico en las manos. Sube a la cama y pronto empieza a inquietarse. Su papá lleva una camiseta del mismo club de fútbol y una gorra de Superman. Tiene en el brazo tatuada la S del hombre de acero, que también es la S de Sergio, dice. El hombre llora y su hijo lo mira llorar. El niño estira su brazo y con el puño le seca la primera lágrima.
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