Desde 2010, la vida del cineasta iraní Mohammad Rasoulof (Shiraz, 48 años) depende de las notificaciones que le llegan al móvil: en algún momento la justicia persa hará efectivo su ingreso en prisión. Desde la isla de Kish, al sur de Irán —el director reparte sus días entre esa casa y Teherán—, Rasoulof, ganador de la Berlinale de 2020 con La vida de los demás, que se estrena en España este viernes, respondía por videoconferencia, con una enorme estantería rebosante de libros a su espalda, el pasado lunes sobre su situación legal actual: “Espero la resolución de las dos sentencias aún pendientes, una de 2010 y otra de 2017, ambas suponen mi entrada en la cárcel. La covid-19 ha paralizado los procesos. Hace dos días recibí un mensaje de texto en el que me advertían que uno se retrasa unos meses más. Como siempre, no sé nada”.
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En marzo de 2010, Rasoulof fue detenido por rodar sin permisos y entonces él y Jafar Panahi, otro grande del cine iraní (que curiosamente ganó también el Oso de Oro, en su caso en 2015, con otra película rodada clandestinamente, Taxi Teherán), fueron acusados y condenados por “realizar propaganda”. Todo por The White Meadows, película de Rasoulof que concursó en el certamen de San Sebastián en 2009, y que Panahi montó. Su segundo caso procede de una declaración sobre las relaciones internacionales de Irán que Rasoulof firmó junto a otros 17 cineastas: el mensaje de texto que menciona se refiere a ese proceso.
Durante varios años, Rasoulof siguió trabajando y viajando: Adiós (2011), Manuscripts Don’t Burn (2013) y Un hombre íntegro (2017) se proyectaron, y todos lograron premio, en la sección Una cierta mirada en Cannes. Con el trofeo a mejor película por Un hombre íntegro y tras pasar unos días en Hamburgo (ciudad en la que residió de joven), Rasoulof aterrizó en el aeropuerto de Teherán, donde el policía que le retiró el pasaporte le preguntó extrañado por qué volvía. “Esta es mi casa”, respondió, y desde ese momento tiene prohibido salir de su país, y rodar cine.
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El primer episodio retrata a un padre de familia, con sus problemas cotidianos y su estrés diario, un funcionario del que al final el espectador descubrirá que es un verdugo. Tras confesar que no conoce el cine de Luis García Berlanga, Rasoulof explica: “Un día vi salir a uno de mis interrogadores de un banco, le seguí y me planteé cómo sería su vida. En mis primeras películas también caí en la trampa del cine alegórico, que nace de la herencia de la literatura clásica iraní. Nuestro lenguaje procede de ahí. Hoy sé que mi propósito es presentar la sociedad actual, y que con las metáforas acabas escondiendo los hechos, acabas sometido inconscientemente a la represión. Ahora ruedo gente y situaciones, sin filtros, como ese verdugo. Esa decisión, la apuesta por un lenguaje directo, tiene un coste. En Irán este tipo de expresión artística es considerada sin interés estético”.
Rasoulof agradece la labor de su equipo —“A pesar de las restricciones, el resultado final se parece mucho a lo que imaginé. Si acaso, ha fallado algún detalle de posproducción”— y sigue trabajando: “No puedo decir mucho, y espero que pronto puedan ver el resultado”. No asoma la amargura ni en su última respuesta, cuestionado por una posible desilusión vital: “Como todo ser humano, a veces siento que soy un inútil y que todo este esfuerzo es baldío. Pero he recuperado mi relación con mi hija, por ejemplo. Ella es muy positiva. Y cuando la vida parece un sinsentido, ¿por qué no inventar un sentido? Prefiero los esfuerzos inútiles a la inacción”.