Este reportaje empieza con una merienda. Ante sendas porciones del que, dicen, es el mejor strudel de la ciudad, Hayfa Bachus, bioquímica jubilada, y Basiliki Siuti, dueña de un salón de estética, discuten en la terraza de una pastelería de Upper West Side si la pandemia ha modificado el espíritu de Nueva York. “Ahora es todo carpe diem, nadie hace planes ya”, sostiene Siuti sorbiendo un capuchino; “la gente es más solidaria, el sufrimiento nos ha hecho más empáticos”, opina Bachus. Las amigas se solazan los domingos en esa terraza, instalada en plena calzada gracias a la iniciativa municipal Open Streets, una actuación de emergencia por la pandemia que cerró al tráfico decenas de calles —un centenar de kilómetros en total— para favorecer el consumo en el exterior de bares y restaurantes. La irrupción inopinada de una potente moto, que aparca a su lado, hace a Bachus y Siuti afear la conducta al motorista. El gesto de reconvención resulta inédito en una ciudad y un país caracterizados por el respeto —o la indiferencia— a la libertad del otro.
“Es que a lo bueno se acostumbra uno enseguida”, bromea Bachus sobre el remanso de las calles sin tráfico. Porque una de las claves tras la pandemia, en la que fuera zona cero de EE UU en marzo de 2020, será averiguar si los sufrimientos y las limitaciones durante más de un año habrán compensado, si la ciudad gana en habitabilidad o si el retorno a la normalidad significará más de lo mismo que antes: congestión, ruido, inaccesibilidad. Las calles llenas de gente paseando o disfrutando del brunch, de juegos de rayuela y niñas con faldita de libélula, o el baile de patinetes, sibilantes cual serpientes, parecen indicar que los neoyorquinos no quieren dar marcha atrás. “Es un momento crucial. No podemos volver a lo de antes, el exceso de tráfico, una alta siniestralidad y sin apenas opción para formas de transporte más sostenibles”, explica Erwin Figueroa, director de Transportation Alternatives, un grupo de presión responsable en parte de que el Ayuntamiento hiciera permanente por ley el programa Open Streets.
“Es ahora cuando debemos reivindicar el espacio público. Los peatones disponen de solo el 24%, las aceras; las ciclovías suponen el 0,93%, pero se trata también de dar más opciones de transporte a los ciudadanos, no solo la bici, también medios colectivos eficientes. El mensaje es claro: los conductores no pueden ser los únicos usuarios de la ciudad”. Figueroa sostiene que, en la urbe del millón de millonarios y las decenas de miles de homeless (sin techo), “décadas de desigualdad han forjado desiguales identidades públicas”.
El ejemplo de la open street en la avenida 34 de Elmhurst (Queens) refleja cómo ha cambiado la vida de los vecinos. Gestionada por 150 voluntarios, se extiende a lo largo de 26 manzanas y un amplio bulevar, y es la única operativa los siete días de la semana, de ocho a ocho, mediante barreras portátiles que los voluntarios colocan y retiran cada 24 horas. Rita Wade, voluntaria sénior, asegura que la 34 es el ejemplo más relevante de open street porque está en “el área con menos zonas verdes de la ciudad en proporción al número de habitantes”. También fue uno de los epicentros del virus.
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