Rolin Cristiano Aarón Caal Batz tiene apenas cinco años pero una cosa muy clara en la vida: quiere ser baterista. Agarra cualquier cacharro que su mamá, Daysi Oralia Batz Lem, le esconde y los sacude y apalea para hacer música. “Y sí suena bien, seño. Aunque no es una batería muy buena”, dice el pequeño a través de una videollamada. Para esta humilde familia guatemalteca, que ingresa poco más de 40 euros al mes, comprarle un instrumento a Rolin solo cabe en los sueños del niño, quien desde hace un año ni siquiera tiene tiempo para improvisar con los calderos. “Es mejor que ayude al papá”, explica con timidez la madre, de 24 años.
Al cumplir los cuatro años, Rolin “ya podía” cargar leña e ir al río a por agua. A veces solo y a veces con su padre, agricultor y proveedor del único sueldo que entra en la casa. Entre ambos varones, plantan cardamomo, milpa (maíz) y frijol. Parte de la cosecha es para consumo propio y otra para vender en el mercado. “A mí también me lo compran, seño”, cuenta orgulloso. Además de baterista, quiere ser como su papá. Un deseo que a la madre se le atraganta: “Quisiera que estudiara y fuera licenciado. Pero ya tiene que aprender. A los 12 o 13 años va a tener que trabajar de verdad. Siempre hace falta”.
Rolin es uno de los más de 160 millones de niños obligados a dejar de serlo, según el último estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y Unicef: Trabajo infantil: Estimaciones mundiales 2020, tendencias y el camino a seguir. De ellos, la mitad tienen entre cinco y 11 años, el rango de edad en el que más ha aumentado la incorporación temprana al mercado laboral. La pandemia amenaza con incluir en este abismo a otros nueve millones a finales del 2022. “Aunque si no se toman medidas urgentes, podrían ser 46 millones más”, alerta Joaquín Nieto Sáinz, director de la Oficina de la OIT para España. Hasta ahora, la cifra afecta a uno de cada diez muchachos del mundo.