A sus rivales les habían pintado bigote, perilla y algunos cuernos. A él, un lazo negro y un mensaje: descanse en paz. Una frase que en otro país, en plena campaña electoral, puede resultar una broma macabra, pero en México estos días significa una sentencia de muerte real. Tres semanas después de que intentaran asesinarlo a balazos, el candidato del PRI a la alcaldía de Morelia (Michoacán), Guillermo Valencia, se mueve con un chaleco antibalas, en una camioneta blindada y rodeado por cuatro hombres armados hasta los dientes. Cuando en la calle un vecino se acerca a saludarlo bruscamente, siente que se le sube el estómago a la garganta, sus músculos se contraen y él solo puede sonreír. La ley del plomo se ha impuesto en una contienda electoral en la que las reglas democráticas más básicas han saltado por los aires.
El proceso electoral se ha convertido en el más violento de la historia reciente del país. Han sido asesinados desde septiembre al menos 35 candidatos —según las últimas cifras de la consultora Etellekt, registrados hasta el 30 de mayo—, en su mayoría a puestos municipales, y se han contabilizado más de 782 agresiones, incluidas amenazas de muerte, además de las que por razones obvias no se han denunciado y permanecen en la sombra. México se asoma a unas elecciones el próximo domingo en las que al menos una decena de aspirantes se ha retirado de la contienda por amenazas contra su vida o la de sus familiares; por motivos más horribles, como el asesinato o secuestro; porque han baleado su casa, sus coches o sus puestos de campaña, o bien, porque han arrojado a su esposo descuartizado en una cuneta.
Ante este panorama, el presidente Andrés Manuel López Obrador insistía esta semana en “está en paz” y hay elementos suficientes para “garantizar la gobernabilidad”. La imagen de rincones del país en crisis de violencia al borde de los comicios más grandes de su historia —donde se eligen hasta 2.000 cargos locales, se renueva la Cámara de Diputados federal y se eligen 15 gobernadores— es para el Gobierno poco más que una exageración mediática. Aunque por su parte, el Instituto Nacional Electoral haya anunciado que al menos en 40 municipios es posible que los vecinos no puedan ni siquiera votar porque no existen condiciones de seguridad suficientes como para instalar una casilla. Tal es el caso de Aguililla (Michoacán), epicentro de la guerra de cárteles desde hace meses.
Desde el momento en que un candidato a alcalde de su ciudad tiene que hacer campaña con un chaleco antibalas para librar un segundo ataque a balazos —y no es el único — las garantías democráticas se desvanecen. Guillermo Valencia, Memo, como le gusta que lo llamen, se enfrentó desde el pasado 8 de mayo al macabro dilema de seguir arriesgando su vida en una democracia que gotea.
—Ahora que lo intentaron y no me mataron, ¿voy a darles el gusto de retirarme?
Eran alrededor de las nueve de la noche cuando un coche con tres sicarios interceptó la camioneta de Memo Valencia. Un plan de última hora lo libró de una muerte casi segura. Había quedado con un amigo en su casa para ver una pelea de boxeo y antes de que sus agresores se dieran cuenta, se había cambiado de vehículo. La camioneta con su cara y su nombre seguía derecho por una de las principales avenidas de la capital de Michoacán. A bordo iban uno de sus escoltas —como activista amenazado, contaba desde hace años con seguridad federal— y dos compañeras de su equipo de campaña. Un coche les cerró el paso y dos hombres se bajaron del vehículo y comenzaron a disparar, otro les seguía desde dentro. La camioneta quedó como un colador: agujereada por 31 impactos. Una asistente y el escolta resultaron heridos en la pierna. Ninguno de ellos ha querido continuar.
Este miércoles, Valencia repite el recorrido de la noche del atentado y observa el cartel con la amenaza de muerte en la explanada de una colonia popular de Morelia, el lugar donde llevó a cabo el último evento electoral de ese día. Mientras se percata de la lona con su rostro y el lazo negro, un grupo de cuatro escoltas y un chófer rodean al candidato, pistola a la cintura y dos fusiles de asalto preparados en la camioneta. “Es muy difícil hacer campaña así. Lo lógico cuando intentan matarte es esconderte, pero yo tengo que salir a la calle, hablar con la gente, caminar. Cualquiera se puede acercar con una pistola y dispararme. Es el riesgo”, cuenta desde el salón de su casa. A un lado, sus dos hijas de dos y seis años saludan tímidas. Su esposa lo observa resignada: “No paro de llorar. Pero lo respeto mucho y lo apoyo”.
Un amigo le ha prestado un coche blindado en el que recorre sus últimas horas de campaña, detrás va el convoy de hombres armados que sortea el tráfico y maneja dispuesto a despejar cualquier vehículo sospechoso. Valencia habla desde el asiento trasero del coche y mientras lo hace no pierde de vista una ventanilla y la otra, esperando el momento en el que suceda lo que cree que lleva escrito en la frente: “Soy consciente de que huelo a pólvora”, apunta, golpeando duro contra su pecho protegido con una capa de kevlar.
“¿Viste el vídeo de la de Moroleón? Quizá con uno como estos la hubiera librado”, advierte Valencia. Unas horas antes, se había hecho público el vídeo en el que Alma Barragán, candidata de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de ese municipio de Guanajuato (a 60 kilómetros de Morelia), fue acribillada a balazos mientras hablaba en un mitin rodeada de decenas de personas. En las imágenes se escuchan las detonaciones y cómo un tiro le impacta directamente en el tórax. También, esa misma semana, el candidato del Partido Verde a la alcaldía de Uruapan (Michoacán) había sido secuestrado. Y esa tarde del miércoles, las noticias abrían con el secuestro de la aspirante a la presidencia municipal de Cutzamala de Pinzón (en Guerrero), Marilú Martínez, y de toda su familia, que apareció unas horas después con vida.
Las alarmas de que estas iban a ser las elecciones más violentas se dispararon con el homicidio del candidato de Movimiento Ciudadano a la presidencia municipal de Cajeme (Sonora), Abel Murrieta, el 13 de mayo. Murrieta era el abogado de la familia LeBarón, que en noviembre de 2019 fue objeto de un brutal atentado en el que perdieron la vida nueve de sus miembros, mujeres y niños que viajaban en furgonetas por Chihuahua. Su muerte, en uno de los Estados clave en estas elecciones —donde compite a gobernador el exsecretario de Seguridad de López Obrador, Alfonso Durazo— desató la indignación y visibilizó decenas de crímenes más contra candidatos en zonas marginales.
Suena el teléfono: “Lo sentimos, el número que intenta contactar cuenta con el servicio de restricción de llamadas entrantes”. Érika Cortés, del Partido del Trabajo, era candidata al municipio veracruzano de Cuichapa hasta que en un vídeo en sus redes sociales anunció que se retiraba. Las amenazas de muerte contra ella y su familia la obligaron a renunciar y estos días se encuentra alejada de los focos, esperando a que termine el infierno que comenzó el día en que se presentó a alcaldía de su pueblo. “Ni siquiera nosotros podemos hablar con ella”, cuenta un compañero de partido del Estado.
A unos 50 kilómetros de ahí, una funcionaria del órgano electoral de Veracruz, en el pueblo más pobre del Estado, Mixtla de Altamirano, anunciaba que no había suficiente convocatoria para que se llevara a cabo el debate esperado para presidente municipal. Francisca Morales (del PRI) se había retirado hacía una semana y media de la contienda. A su marido (exalcalde del municipio) lo secuestraron, asesinaron y arrojaron su cadáver descuartizado a una cuneta.