La sucesión presidencial ha sido siempre tema de primer orden en México. Un buen ejemplo de su importancia histórica es que justo de ese modo, La sucesión presidencial en 1910, se llamó el libro en que Francisco I. Madero (ese prócer con el que tanto se compara el actual mandatario, Andrés Manuel López Obrador) cuestionó en 1908 las reelecciones indefinidas de Porfirio Díaz y llamó, entre otras cosas, a que las votaciones fueran, en adelante, justas y claras.
Madero y su libro agitaron tanto el ambiente que en 1910 se celebraron las elecciones, sí, pero también se desató una revolución que sacó al dictador del poder. Y hay que recordar que muchos intelectuales porfiristas, en su día, sostuvieron que Madero “adelantó los tiempos”, porque “no era momento” de hablar de eso… Es decir, la misma cantaleta que oímos entonar desde la porra del mandatario en turno cada vez que el asunto toma vuelo.
La sucesión cobra esas dimensiones porque somos un país devotamente presidencialista, en el que los comicios son vistos como una de esas pirinolas que, al que las gira y gana, le indican: “Toma todo”.
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Los presidentes mexicanos se consideran ungidos por la voluntad del pueblo y, mientras les dura el poder, lo ejercen como reyes. Esa es la norma y pocos, a lo largo de los años, han querido cambiarla. Porque no hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que quienes se dedican a la política en nuestro país suelen ser personas dispuestas a obedecer ciega y acríticamente a los que mandan… porque esperan con alevosía el turno de mandar ellas mismas.
Los poderes omnímodos de los presidentes se recortaron, sin embargo, de forma relativa y paulatina, durante nuestra “transición democrática”. Pero ni mermaron demasiado ni la pretensión de restablecerlos ha dejado, por un segundo, de estar allí. Calderón y Peña Nieto mostraron rasgos autoritarios en numerosas ocasiones, y si no llegaron a más fue solo porque no contaron con mayorías en el Congreso que se los permitieran. Algo similar ha sucedido con López Obrador, con el agravante de que el actual presidente cuenta con más respaldo y, por ello, ha sido más agresivo que sus antecesores en la intención de acaparar poderes para sí, embistiendo cualquier contrapeso institucional.