Desde los dos a los 32 años, Rodrigo Cortés (Pazos Hermos, Ourense, 48 años) vivió en Salamanca. Puede que crecer allí ayudara a la riqueza y la exactitud de su castellano. Es uno de los cineastas españoles que mejor habla, y esa capacidad oral la mantiene en sus escritos: tanto los de forma más rectangular a tamaño Din A4 (sus guiones), como los publicados en cuadrado (sus libros de antiaforismos, breverías y tuits A las 3 son las 2 y Dormir es de patos). Y hay un tercer Cortés escritor, el de las novelas, rectangulares, claro, pero de tamaño manejable: debutó en 2014 con Sí importa el modo en que un hombre se hunde, y ahora publica Los años extraordinarios (Literatura Random House), cuya promoción coincide con el final de las mezclas de sonido de La broma, su aportación a la nueva versión de la serie Historias para no dormir. De coda está el Cortés que publica en el diario Abc… así que, efectivamente, el cineasta no se aburre.
A medio camino entre Valle-Inclán, Jonathan Swift, Edgar Neville y Enrique Jardiel Poncela, Los años extraordinarios nace de todos ellos y de una semana de alto voltaje, cuenta su autor: “Estaba montando Blackwood [que se estrenó en 2018], y en un momento de tensión con los productores, acuciado además con la velocidad de la edición, trabajo al que dedicaba unas 16 horas diarias, escribí en la semana de más presiones 30.000 palabras, un tercio del borrador. Aún hoy no sé cómo lo hice. Sí por qué: como impulso inconsciente de vindicación de libertad creadora”. Y cuenta que reescribió luego mucho, en lo que se convirtió “en la parte más bonita” del proceso. “Ahí quitas, aprietas el polvorón, logras la densidad”.
En Los años extraordinarios Cortés levanta testimonio de las memorias de Jaime Fanjul Andueza (”Un tipo poco ejemplar, no es edificante, incluso a veces irrita”, aduce su creador), que nace en Salamanca en 1902 y que pasa por la vida sin aprender de ella y sin darle importancia a nada, ni a los sucesos que protagoniza: la llegada del mar a la ciudad, el advenimiento de los coches impulsados por el pensamiento, la guerra civil de España “contra lo de Alicante”, los piratas que abordaban barcos para que les den la razón, el cambio de ubicación de París en 1940, una España que cambia de forma de Gobierno (de República a Monarquía) cada cierto tiempo y de manera pactada… Fanjul, viajero impenitente por países reales y terrenos inventados, se convierte en manos de su creador en un paseante por un mundo lleno de disparates, al que cruza en su camino con todo tipo de extraños personajes (las monjas bravas que pelean a puñetazo limpio), parejas y trabajos (triunfa con un taller de estropear cosas o con su manera particular de leer el futuro en las cartas). “He escrito algo insensato, libérrimo, sin pararme a pensar si eso está de moda, con un aliento poético que surge del mismo lenguaje”, afirma Cortés.
Cortés rechaza que las opiniones de Fanjul sean las suyas —“anticipo que yo no me parezco a Jaime y que le he atribuido pensamientos opuestos a los míos”— pero se detiene a reflexionar sobre algunas como: “Fracasar, nuestro sagrado destino. Creo firmemente en el error. En el empecinamiento. Creo que un hombre solo lo es si toma decisiones equivocadas. Me he equivocado muchas veces, sabiendo que lo hacía casi siempre”. “Ah”, responde el aludido, “en esa sí estoy reflejado. A mí me ayuda a tomar decisiones el miedo, el saber que algo no es exactamente una buena idea… Incluso la intuición de que puede ser una mala idea. Me lanzo”. Otra que define el tiempo que Fanjul se gana la vida como periodista: “Como cronista, mentí cuanto supe y tergiversé cuanto pude”. En realidad, eso es ser cineasta: “Efectivamente, porque nuestro trabajo es el del engaño pactado, como el de la prestidigitación”.