Empecemos con una definición: ¿De qué hablamos cuando hablamos de sustancias psicodélicas? La palabra psicodelia es de origen griego y significa “manifestación de la mente”. Así que se podrían definir como un grupo de moléculas, de origen natural o sintetizadas, que permite acceder a otros estados de conciencia. “La premisa de la investigación sobre los alucinógenos es que esos otros modos de conciencia podrían ofrecernos beneficios específicos, ya sean terapeúticos, espirituales o creativos”, escribe Michael Pollan en Cómo cambiar tu mente, un best seller publicado en 2018 que ha contribuido a revitalizar el debate sobre el uso terapéutico de sustancias como el LSD o la psilocibina.
El poder político también parece haber empezado a cambiar de actitud con respecto a estas moléculas. El 5 de enero, el Ministerio Federal de Salud de Canadá modificó su reglamento de alimentos y drogas: ahora se permite que los médicos del país puedan solicitar el uso de sustancias como psilocibina, MDMA o LSD, entre otras, para el tratamiento de ciertos pacientes. Estados como Oregon han suavizado su legislación y en California este año se discutirá el proyecto de ley 519 del Senado, que propone la descriminalización de ciertos alucinógenos.
“Los alucinógenos han recorrido un tortuoso camino desde que el LSD fuera sintetizado en 1938 por Albert Hoffmann”, cuenta el doctor Sergio Oliveros, psiquiatra especializado en psicoterapia orientada hacia la psicología del yo, director de la clínica Oliveros en Madrid y miembro de la plataforma Top Doctors. “Entre 1950 y 1967 se analizaron sus efectos contra la depresión, la ansiedad y las adicciones. Pero entonces fue ilegalizado”.
El MDMA –conocido como éxtasis–, que suele relacionarse con desbocadas fiestas de música electrónica, fue ilegalizado en 1985. Sin ser un psicodélico estrictamente, había sido usado con éxito para tratar la depresión, el Trastorno de Estrés Postraúmatico (TEPT) o las adicciones. La ketamina, un poderoso anestésico con capacidades disociativas que también se utiliza para tratar estas enfermedades, es la única sustancia que actualmente se puede usar, de forma muy limitada. La Agencia Europea para el Medicamento ya ha aprobado un fármaco para la depresión, hecho con esketamina, que es básicamente ketamina modificada para poder patentarla. Lo comercializa Janssen con el nombre Spravato y se aplica como espray nasal. En España, el Ministerio de Sanidad ha decidido no financiarlo. “Disponemos de ketamina intravenosa”, cuenta el doctor Oliveros. “Se emplea para la depresión resistente con resultados poco homogéneos. Pero, por lo demás, no existe ninguna regulación legal para estas sustancias”.
Los especialistas sostienen que la ilegalización fue prematura y no basada en criterios médicos sino políticos. Se consideraba que el LSD era el combustible que había encendido la hoguera de la contracultura, y el conservador establishment político estadounidense temió que ese fuego les quemase. El pánico era tal que Nixon llamó a Timothy Leary, un profesor de Harvard convertido en apóstol del LSD, “el hombre más peligroso de América”. Proscritos los psicodélicos, su prohibición dificultó enormemente la investigación médica. Estas sustancias, creadas en laboratorios y que, antes de escaparse a la calle, habían sido usadas solo como posibles fármacos, pasaron a considerarse mortales drogas recreativas.
En mayo de 2021, la publicación especializada Nature Medicine publicó los resultados del ensayo más avanzado de terapia psicodélica hasta la fecha. Science, otra publicación de prestigio, incluyó este estudio entre los nueve hitos científicos de 2021: “En un ensayo con MDMA para personas aquejadas de TEPT, el 88% de los participantes que recibieron MDMA junto con una terapia centrada en el trauma experimentaron una reducción clínicamente significativa de los síntomas; el 67% de los participantes ya no cumplían los criterios para ser diagnósticados con TEPT”.
En resumen: Los psicodélicos han vuelto a saltar a la palestra. “Es un momento en el que ha habido mucha investigación, durante los últimos 20 años, sobre todo por parte de científicos independientes. Se ha avanzado bastante en los conocimientos farmacológicos y neurobiológicos. Pero, sobre todo, emergen en un período de gran crisis de la psicofarmacología clásica”, explica José Carlos Bouso, director científico del Iceers (Centro Internacional para la Educación, la Investigación y el Servicio Etnobotánico, por sus siglas en inglés), una institución con sede en Barcelona dedicada al estudio de las plantas psicoactivas. “Se empieza a ver que los fármacos psiquiátricos que se usan fueron descubiertos hace 50 años y que no aparece ninguna molécula nueva. Además, los efectos secundarios de esas medicaciones comienzan a ser considerables. Muchas compañías farmacéuticas están dejando de invertir en fármacos psiquiátricos porque es un callejón sin salida. Eso crea una necesidad de nuevos tratamientos y es ahí donde emergen los psicodélicos”, concluye.
La investigación para conseguir medicamentos basados en sustancias psicodélicas está en auge. Laboratorios académicos y empresas exploran su potencial. Y hay quien ve en ellos una gran oportunidad de negocio. El 20 de enero, Eleusis, una empresa estadounidense que desarrolla fármacos psicodélicos, anunció que saldría a bolsa después de fusionarse con Silver Spike, un fondo de inversión. Y ya está en trámite la petición a la Agencia de Alimentos y Medicamentos de EE UU (FDA en sus siglas en inglés) para la autorización del uso del MDMA en ciertos tratamientos. “Todo apunta a que la FDA legalizará el MDMA en 2023 para el tratamiento del estrés postraumático”, confirma el abogado Francisco Azorín.
Y parece que la opinión pública también acompaña. “La aprobación científica y social es muy grande. Hasta un punto en el que corremos el riesgo de derrapar, porque hay un optimismo que no está sustentado en evidencias”, explica el profesor Bouso. “Tenemos que esperar a que salgan los resultados de los estudios clínicos. Lo que hay publicado son resultados preliminares de ensayos pilotos con pocos pacientes. Lo sorprendente también es cómo unos pocos estudios han llamado la atención de compañías farmaceúticas que están invirtiendo en el desarrollo de medicamentos psicodélicos”.
Él permanece escéptico ante los signos de euforia: “En mi opinión, los problemas mentales no son solo fruto de una alteración mental, sino también de los condicionantes sociales y económicos, y esta búsqueda de una bala mágica que solucione los problemas me parece reduccionista”. La idea de bala mágica es clave. Es cierto que la desestigmatización de estas sustancias es de justicia: “Muchos de los peligros más notorios han sido exagerados y mitificados”, escribe Pollan. “Es casi imposible morir de sobredosis de LSD o de psilocibina, por ejemplo, y ninguna de las dos drogas es adictiva”. Y especialistas, junto a algunos políticos, señalan que su ilegalización obedece a una guerra contra las drogas con tintes clasistas. Pero también parece evidente que los psicodélicos tampoco serán el remedio alquímico perfecto para la epidemia de enfermedades mentales que asola el mundo desde que comenzó la pandemia. Pueden ser útiles, pero hay que ver si son la panacea que muchos defienden.
En todo caso ¿Por qué funcionan estas sustancias en dolencias que se han mostrado resistentes a los fármacos tradicionales? El documental Magic Medicine, disponible en Netflix, recoge un estudio de cuatro años con psilocibina para tratar la depresión. En él, Robin Carhart-Harris, psicólogo y neurocientífico inglés que dirige el departamento para la Investigación Psicodélica del Imperial College London desde abril de 2019, da su explicación: “Parece que la psilocibina produce un reseteo de la base del córtex cerebral, una parte implicada en la depresión, y después establece unas funciones más saludables”.
Bouso es más preciso: “Hay dos explicaciones de por qué los tratamientos con psicodélicos pueden ser de utilidad, y las dos son complementarias. Una sería la más neurobiológica: provoca una serie de mecanismos que, de alguna forma, pueden modular las redes neuronales, y esto se traduce en una mejora del paciente”. Esa es la teoría según la cual la sustancia es una llave y la neurona una cerradura. “Y luego está la otra explicación. Son sustancias que producen un estado alterado de conciencia intenso, en el que las personas pueden acceder a contenidos acerca de su vida, sus relaciones y su naturaleza más íntima. Con todo ello, pueden ir a terapia y discutir durante la sesión sobre esas revelaciones. De cualquier manera, lo interesante es que combina psicoterapia con farmacoterapia y, en principio, los exámenes clínicos están siendo bastante esperanzadores. Muchos pacientes parecen salir liberados de estos estados alterados de conciencia”, afirma Bouso.
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Según esto, las alucinaciones –que son percibidas en el imaginario colectivo como algo terrorífico– podrían en realidad tener cualidades sanadoras. “Todos estos estados alterados de conciencia implican alucinaciones, pero ese término habría que rehabilitarlo, porque está muy estigmatizado. Alucinación se define como ‘una percepción sin objeto”, prosigue José Carlos Bouso. “Y eso es cualquier producto del pensamiento humano, incluso la imaginación. Muchas cosas provocan alucinaciones. Los sueños son alucinaciones y, en sentido epistemológico, la vida cotidiana es una alucinación porque los fotones no tienen luz, las ondas sonoras no tienen sonido ni las partículas tienen color. Puede parecer hilar muy fino, pero esto es así”.
Cuenta el científico español que el concepto de alucinación forma parte de las experiencias cotidianas de un porcentaje muy alto de la población, en algunos casos hasta de un 40%, que sin embargo no tiene ningún tipo de patología mental . “Que una percepción sin objeto cause temor o sea fuente de conocimiento es otra cosa”, matiza. “Incluso puede ser las dos cosas. Lo que pasa es que en el imaginario popular se ha promocionado ese concepto como asociado a la enfermedad mental. Estos fármacos inducen alucinaciones pero no causan una enfermedad mental”.
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