“Querría decir ‘estoy curada, estoy bien, mi vida es completamente normal’, pero en la cabeza es una distorsión que queda para siempre”, dice la argentina Luciana Cáncer al hablar sobre la anorexia. En un lugar guardado para algo (Penguin Random House), su conmovedora primera novela, la protagonista narra su convivencia con esa enfermedad que se convirtió en un monstruo omnipresente en el día a día, alrededor del que solo crecía el vacío: en su estómago, en el amor y en una familia marcada por el padre ausente.
— Si seguís comiendo así te vas a poner gorda.
Su tío pronunció esa frase cuando Cáncer era una adolescente de 14 años y medía un metro sesenta y seis casi todo de piernas. Las palabras desencadenaron un crack en su cabeza. No se acuerda de si terminó de comer o no la manzana roja que tenía en la mano esa tarde, pero sí que por la noche le dijo a su madre que le dolía la panza y comió menos de medio plato de arroz blanco. “Separé el pollo. Separé las arvejas. Miré la mayonesa con desprecio. Alejé la panera de mi plato como si el pan fuera un pecado mortal. Fue la primera vez que diseccioné la comida a conciencia”, describe en las primeras páginas de su ficción autobiográfica.
Hoy, con 46 años, admite que al trabajar sobre la memoria y recordar escenas de su infancia, se da cuenta de que había comenzado a dirigirse hacia ese lugar años antes. “Ya de niña estaba en una autopista que me llevaba para ahí. Si me pasaba algo se iba a manifestar de esta manera, no iba a ser drogadicta”, señala durante la entrevista.
“Cuando tenía seis años dormía con una musculosa turquesa que me llegaba a los pies. Por encima, me abrochaba un cinturón de elástico grueso, muy apretado, que se cerraba con una hebilla plateada y que me daba escalofríos cuando me rozaba la piel. Necesitaba sentir el borde de mi cintura, apresarla en una circunferencia concreta, contenerla. Limitarla hasta cuando dormía”, recuerda en el libro.
La tiranía de la moda y su enfermizo ideal de belleza femenina ha afectado a generaciones de adolescentes, pero son pocas las que deciden tomar la decisión extrema de dejar de comer: “Tenés que tener una mente dispuesta a eso. Dispuesta a entregarse. Las personas que yo conozco que se enfermaron son así: obsesivas, metódicas, buenas alumnas, todo diez. Como yo, me meto en algo y me meto con todo”.
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