Cualquier lector interesado en saber cómo nace y de qué está hecho un escritor por dentro tiene que leer el opúsculo del novelista estadounidense Thomas Wolfe (1900-1938) titulado Historia de una novela, que se publica estos días en España, con una traducción excepcional de Juan Cárdenas, en la editorial Periférica. Tras leer este breve libro de Thomas Wolfe asoma esta pregunta: ¿De dónde viene tanto entusiasmo, tanta pasión? Viene del alma de Wolfe, claro, pero sobre todo viene de Estados Unidos. Viene de un país que tiene más de nueve millones de kilómetros cuadrados, más de 19.000 kilómetros de costa y más de 300 millones de almas.
Historia de una novela es un maravilloso libro autobiográfico en donde Wolfe se enfrenta a las dudas que embargan a todo novelista. La originalidad de Wolfe consiste en transformar esas dudas en una hipnótica mezcla de literatura y desesperación. ¿Cuántas horas tiene que escribir al día? ¿Debe viajar? ¿Tiene que vivir en París? ¿Se puede ser escritor sin haber vivido en París, o en Londres, o en Berlín? ¿Y qué se hace con la soledad inmensa que se apodera de un escritor que está viviendo en París en la década de los años treinta del siglo pasado a la búsqueda de la literatura como si esta fuese una realidad material y corpórea? ¿Hay felicidad en la creación? ¿Qué es el éxito? Wolfe vivió con sufrimiento la mala acogida que tuvo su primera novela en su pueblo. Triunfó en lectores y crítica, pero desencadenó el odio, o el malentendido, en los vecinos de la ciudad de Asheville, en Carolina del Norte.
El caso de Thomas Wolfe sirve de ejemplo en los talleres de literatura para ilustrar la relación compleja de un escritor con su editor. El editor de Wolfe fue Max Perkins, y sin él la primera novela de Wolfe, titulada El ángel que nos mira (1929), probablemente no habría alcanzado el éxito. Perkins intervino activamente en la corrección y eliminación de páginas de las dos grandes novelas de Wolfe. El realizador Michael Grandage llevó a la gran pantalla la relación apasionada entre escritor y editor en la película El editor de libros (2016). Viene a cuento recordar algún otro caso memorable de matrimonio artístico como el de Charles Bukowski y su editor John Martin. Hablamos de editores que supieron ver talento en simples manuscritos. El primer editor de ese calibre en el siglo XX fue, en cierto modo, Max Brod, el amigo de Franz Kafka, quien se percató de que en el legajo póstumo de un tuberculoso anónimo se hallaba la obra literaria más enigmática y valiosa del siglo XX. Curiosamente, también Wolfe murió de tuberculosis. La figura del editor literario casi se ha extinguido en la actualidad, y es una pena, porque vivimos con demasiada superstición el concepto de la autoría. Hoy en día suelen ser los llamados editores de mesa de los grandes grupos de la industria del libro quienes sugieren cambios o correcciones a los escritores.
Quería escribir una novela que fuese igual a Estados Unidos. La única manera de alcanzar la paz interior era que la literatura tuviera las mismas páginas que la vida
Hay escritores que no se dejan tocar ni una coma. Nunca lo he entendido, porque en realidad un manuscrito es siempre perfeccionable. Y lo humano es que los escritores duden de lo que han escrito. Un escritor que no duda es un escritor muerto. Uno de los mayores actos de generosidad que he visto en mi vida literaria sucede cuando un editor se mete en la piel del escritor y desde allí le sugiere cambios que mejoran la novela. No valen consejos genéricos. No vale decir “aligera un poco los diálogos” o “tal personaje no acaba de despegar”. No, lo que Perkins hizo con Wolfe es un acto casi de espiritismo. Es meterse en la piel del escritor, renunciando a su propia identidad, y desde allí, desde ese lugar tan complicado, ser otro, ayudar a mejorar, es decir, ayudar a amputar. Saber lo que sobra, ese es el don y el misterio.
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