Se apostaban en la puerta de los colegios esperando a que acabaran las clases y, justo entonces, mientras salíamos, esas avanzadillas de Papá Noel o de los Reyes Magos nos iban repartiendo unas coloridas revistas, estimulantes de los deseos infantiles: los catálogos de juguetes. Por sus páginas navegaban barcos pirata, se paseaban muñecas de ojos móviles y derrapaban coches de policía, pero salvo algún kit para elaborar golosinas, no había comida. Aunque en otras épocas resultara habitual regalarla por estas fechas, los cambios en las condiciones materiales de la sociedad desterraron los alimentos en favor de los juguetes, de forma que durante mi infancia en los años noventa una mandarina debajo del árbol habría provocado más de un llanto.
Así, frente a la ostentosa elegancia de los Reyes Magos, con sus finos terciopelos y abundantes joyas, o frente a la actitud bonachona de un santo como Nicolás, cuyo mayor exceso seguramente es —a juzgar por el tono arrebolado de sus mofletes— un ocasional chato de vino, poco podía hacer la protagonista de este artículo: una figura folclórica de las Hurdes (Cáceres) ataviada con pieles de cabra que baila sobre unas toscas chancas al son de la gaita y el tamboril. Por toda alhaja, ristras de chorizos al cuello, y en vez de cálidas palabras, gritos y rehinchus —aspírese la h, que en extremeño no es muda—, unos alaridos similares al famoso irrintzi.
Su nombre, la Chicharrona, proporciona pistas acerca de su cometido: chicharrones son tanto los residuos de la manteca del cerdo como el dulce que se prepara con ellos, la torta de chicharrones, que en algunos lugares de Extremadura llamamos también enjarrá. Nos encontramos, por lo tanto, ante una mujer con embutidos colgando sobre el pecho y con un nombre de carácter alimentario. ¿Por qué? Algunos fragmentos de la canción que se le canta pueden terminar de desvelarnos el secreto, ya que, tras aclararse en ella que baja de la nievi branca y que otorga la licencia pa matal al cebón y la cebona, en otra estrofa se indica que viene por el puebru de La Güetri (que para más señas es el de mi padre; La Huetre en los mapas) y se anima a la chiquillería a que corra a su encuentro porque lleva higus y nuecis. Así pues, la Chicharrona es quien porta el frío necesario para curar los productos de la matanza; una criatura dadivosa que, además, reparte frutos secos.
Para charlar más en profundidad acerca de esta tradición sé a quién tengo que llamar. Félix Barroso, incansable investigador de la cultura material e inmaterial hurdana, derrocha sabiduría sobre la comarca a cada frase que pronuncia. Félix es una enciclopedia andante de las Hurdes, y lo ha logrado preguntando y, sobre todo, escuchando a los habitantes de la comarca. Por ello, el suyo es un conocimiento de primera mano; no se trata de un investigador que se mantenga alejado de su objeto de estudio, sino de un heredero directo de la tradición oral del país hurdano (como denominaban en diversas crónicas de principios del siglo XX a este enmarañado conjunto de valles).
Empezamos comentando la fecha en la que desciende la Chicharrona de los gélidos picos, la cual se puede establecer en torno a la noche del siete de diciembre o la mañana del ocho. Indica Barroso que en algunas alquerías, para simular su bajada, había quien se disfrazaba con pieles de cabra y una peluca elaborada con la barba de las mazorcas de maíz imitando al personaje. En otros casos eran los propios muchachos y muchachas del pueblo los que iban de casa en casa pidiendo una especie de aguinaldo constituido por restos de la matanza del año anterior, frutos secos y alguna pieza de fruta de temporada. En una comarca, Las Hurdes, cuyo historial de miseria es bien conocido y cuya alimentación giraba en torno a la patata y la castaña, los chorizos, los higos secos o las nueces eran, qué duda cabe, un regalo. Y además de conceder la licencia para la matanza y repartir comida, la Chicharrona también daba besos a los más pequeños y garrotazos con la cayá (el cayado) a los moçarangüelus (preadolescentes) que se burlaban de ella. Bromas, las justas.
Esta celebración, al igual que tantas otras expresiones de la cultura inmaterial hurdana, se fue perdiendo con los años; sin embargo, los mayores aún la recordaban y esto permitió que el grupo La Corrobra «Estampas jurdanas», coordinado por el propio Barroso, pudiera recuperarla. En algunas ocasiones, en lugar de en diciembre, se ha festejado a principios de noviembre junto a La Carvochá, que recibe su nombre de los carvochis o calvochis (castañas asadas).
Si bien la festividad de la Chicharrona no lleva aparejados unos platos específicos, el jolgorio suele venir acompañado en la comarca de dulces típicos como los briñuelus, los matahambris, las jeringas o los socochonis —los tres primeros, frutas de sartén; los socochonis, castañas cocidas con leche, canela y miel—, sin olvidarnos, por supuesto, de un buen limón (ensalada hurdana a base de cítricos, ajo, huevo y chorizo para empezar con fuerza el día) ni de las polientas (vino casero) para aclarar la garganta. Además, como la Chicharrona come cuando los niños duermen, es recomendable dejarle antes de irse a la cama un puchero de castañas cocidas con leche o una tajá tocinu, así se favorecerá que al año siguiente desee regresar; costumbre similar a la de dejar un vaso de leche o una copita de anís para los Reyes Magos.
Esta tradición nos habla, como todas, de su lugar de origen, de las Hurdes y de sus habitantes; por eso la voz de la Chicharrona es un ancestral jijeo —gritos de celebración semejantes a los de los mariachis mexicanos o las mujeres norteafricanas— y sus manos, a diferencia de las delicadas y enguantadas manos de los monarcas de Oriente, se muestran desnudas. Manos enrojecidas por el pimentón de las matanzas, pringosas por la miel de las colmenas, tiznadas por las castañas asadas, agrietadas por el frío y fuertes por empuñar cada día la destrala (hacha), la petalla (especie de alcotana con un extremo en forma de martillo) y el hocinu (hoz de pequeño tamaño que sirve para cortar madera o trasplantar). Manos trabajadas por tener que aferrarse a los salientes de los canchales para no caerse y a las ramas de los cerezos para obtener su preciado fruto: las manos de mi abuela, las manos de las mujeres hurdanas.
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