Tras despertarse con las sirenas antiaéreas, los habitantes de Kiev corrieron el pasado 24 de febrero a resguardarse de las bombas rusas. Horas después, los dirigentes de la UE se reunían en Bruselas para acordar una respuesta al ataque de Moscú. Mientras, en los despachos de Nicosia y Limassol se diseñaba un plan para intentar salvar RCB, el tercer banco de Chipre. Esta entidad se convertía al final de la jornada, por primera vez desde su fundación en 1995 —entonces bajo el nombre de Russian Comercial Bank― en un banco enteramente chipriota, después de que el accionista mayoritario, el banco estatal ruso VTB, se deshiciese de sus participaciones vendiéndola a sus socios chipriotas. RCB pretendía así librarse de las sanciones que se anunciarían en la madrugada del día siguiente. Desde entonces, un mensaje en griego recibe a los visitantes de la página web del banco: “No a la guerra”.
Chipre es la mayor isla del Mediterráneo y el tercer país más pequeño de la UE. Con poco más de un millón de habitantes y un PIB de 23.000 millones de euros (50 veces menor que el español) es, sin embargo, el país del mundo con más inversiones en Rusia. Con diferencia respecto del resto: en junio de 2021 tenía invertidos 155.000 millones de euros, según datos del banco central ruso. Tres veces más que el siguiente, el Reino Unido. Chipre es, también con diferencia, el mayor receptor de la inversión directa de Rusia: casi 180.000 millones de euros, seis veces más que el siguiente, Holanda.
Pero estas cifras tienen truco. “En realidad, no es inversión extranjera. Es, básicamente, un método más o menos complejo para robar dinero”, explica Andrew Kenningham, de la consultora londinense Capital Economics. Es decir, esta inversión no va a parar a fábricas o a empresas productivas, sino que recala en Chipre como paso previo a perderse en un entramado de sociedades pantalla, cuentas offshore y paraísos fiscales para regresar posteriormente a Rusia con una fiscalidad reducida, pues figura como inversión extranjera, aunque detrás de ellas haya empresarios y magnates rusos, en muchos casos bien conectados con el Kremlin. “Obviamente, esto se hace para evitar pagar impuestos y para ocultar quién es el verdadero propietario de esa riqueza”, concluye Kenningham.
Desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania, con el acceso a ciertos fondos congelado y varios bancos rusos excluidos del sistema de pagos SWIFT, este modelo se tambalea. “Estamos en una situación de mierda, tenemos muchos problemas”, se queja una rusa que reside desde hace más de una década en Chipre y prefiere no dar su nombre.
Parte de esos flujos de dinero que sí terminan en Chipre, sea en forma de bonos, acciones de empresas, depósitos bancarios o propiedades inmobiliarias. Buscan la seguridad de un Estado que ofrezca “mayor protección de los derechos de propiedad”, según explica un estudio de tres investigadores de la Universidad de Nicosia, ya que temen perder sus posesiones, como les ha ocurrido a algunos oligarcas caídos en desgracia en la Rusia de Vladímir Putin. Así, la comunidad rusa ha crecido en Chipre y se estiman que suman entre 20.000 y 40.000 residentes en toda la isla. Según datos de la consultora chipriota Sapienta, el 10% del mercado inmobiliario de la isla depende de Rusia, así como el 20% de la hostelería y la restauración y el 35% de servicios profesionales, como abogacía y asesorías.
Esto es especialmente palpable en la ciudad costera de Limassol, donde tiene su sede el RCB y a la que muchos denominan “Limassolgrado”. Allí ha proliferado una economía del lujo, fiestas extravagantes, coches de alta gama. “La mayoría de los rascacielos son de inversión rusa. Funcionan como promotores o invierten en propiedades de lujo”, relata un arquitecto que en el pasado trabajó con rusos en Chipre. “Aquí se mueven con mucha prepotencia; hay que tener en cuenta que son gente adinerada, pero no precisamente doctores o artistas”, añade.
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