Hubo unos meses en los que doña Marta Mejía González se acostumbró a desvelarse cuando oía la lluvia. Su familia necesitaba tanto el agua para la cosecha que a veces incluso pensaba que era una ilusión suya y dudaba unos segundos en salir corriendo de la cama. Pero la mera posibilidad de que fuera verdad la activaba. Salía disparada hacia la cocina y agarraba todos los calderos y cacharros que encontraba por el camino. Uno a uno, los colocaba alrededor de su humilde casa de adobe y cañas y luego esperaba a que se llenaran debajo del porche con algo más de esperanza.
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En esta casa de la comunidad de Los Cerritos I del municipio de Chiché, en el departamento guatemalteco del Quiché, los siete miembros de la familia Mejía sobreviven gracias a la agricultura de abastecimiento. Un pequeño huerto llena el estómago de cuatro niños y ha servido de despensa desde que el virus lo frenó todo; hasta el trabajo de albañil del marido de doña Marta y la venta de sus tejidos en el mercado del pueblo. “Nos quedamos sin nada. Comimos gracias a lo que plantamos”, cuenta desde el mismo patio que hoy recibe un calor abrumador. Es una zona muy seca y desde hace poco más de un año la lluvia es sinónimo de comida.
Solo me preguntaba: ¿qué le voy a dar de tomar a mis hijos si no tengo moneda para comprar hilos y tejer ni para el agua para regar?
Esta tierra que rodea la casa de los Mejía era infértil hace un año. “Yo me angustié mucho”, reconoce doña Marta. “Solo me preguntaba: ¿qué le voy a dar de comer a mis hijos si no tengo dinero para comprar hilos y tejer ni para el agua para regar?”. El suelo era árido y duro hasta que ella se propuso convertirlo en un terreno de cultivo. Así que la regó y la removió varias veces con ceniza y broza (hojas secas). Luego plantó las semillas que les donaron desde la ONG Educo y esperó paciente. Como en este pequeño hogar no hay electricidad, ni ella tiene un teléfono móvil, la vecina se acercaba a menudo para repetirle la formación que había recibido en el proyecto de la entidad para contribuir a la erradicación de la desnutrición en el departamento del Quiché.
Este programa, que también cuenta con huertos escolares, beneficia directamente a 116 familias y más de 3.000 personas indirectamente en diez comunidades diferentes. Aunque la idea de la iniciativa era impartir formación y ofrecerles una opción para que vendieran sus hortalizas en los mercados, la pandemia desvió la ruta. Silvia Elizabeth Saquic Conoz, educadora del hogar de la entidad, sabe que aún queda mucho por hacer, pero se alegra del recibimiento en las aldeas: “Siento que gracias a esto, muchas familias comieron algo más nutritivo y variado”. Los Mejía ya van por la cuarta cosecha.
Repollo, zanahoria, rábano, lechugas, acelgas, remolacha y cilantro. Esas han sido las provisiones durante más de un año de la familia Mejía
“Hemos dado con muchas dificultades a la hora de trasladar los talleres de formación agrícola a un formato no presencial”, explica Saquic. “Nos tocó hacer vídeos o llamar de uno en uno por teléfono a los beneficiarios, pero lo logramos. Y también gracias a vecinas como la de doña Marta, que sí tenía un celular y le pasaba el mensaje a ella”. La comunidad entera se esforzó porque sabían lo necesario que era. El hambre no apretaba igual para todos.
Guatemala es Columna Digital de América Latina con la tasa de desnutrición crónica más alta. Uno de cada dos niños sufre retraso en el crecimiento a causa del hambre, según datos de Unicef. Ileana Cofiño, responsable nacional de educación de la organización, critica estas lamentables cifras, pero sabe que el esfuerzo por hacer llegar los almuerzos escolares incluso durante la pandemia, ha sido clave. Y no solo para los niños, sino también para los padres. “Ha sido un éxito que al menos esos paquetes siguieran llegando durante todos estos meses. De ellos comieron todos”, cuenta. Esta familia no ha sido una excepción. Aprovecharon cada frijol. “Fue una ayuda, pero no era suficiente. Menos mal que logramos sacar esto adelante”, dice arrodillada frente a los rábanos ya listos para recoger.
El orgullo que se le dibuja en el rostro se entremezcla con el cansancio. No ha sido fácil. Y la falta de lluvias no ha ayudado nada. “Acá nos toca ir al pozo a traer el agua porque en mi casa no tenemos. Y al día, nos demoramos como tres horas”, explica en quiché, su lengua materna. Su hija, Kieni Patricia, de 20 años, busca las pequeñas jarras que usan todas las mañanas y que cargan en la cabeza. “Sé que con uno grande ahorraríamos viajes, pero se hacen muy pesados. Y ellos son aún muy chiquitos”, explica meciendo a su bebé de tres meses sin apartar la vista de los niños que corretean entre las hileras de la huerta. Ya están hechos a ella y saben dónde pisar y dónde no. “Nosotros también ayudamos a mi mamá”, dice uno de ellos. “Ya sabemos cuando están para comer”.

Repollo, zanahoria, rábano, lechugas, acelgas, remolacha y cilantro. Esas han sido las provisiones durante más de un año. A veces, usaban algunos de los huevos de sus cuatro gallinas y, los días más especiales, añadían algo de chicharrón o pollo. Pero el menú diario de esta familia ha sido tortillas de maíz y un sinfín de combinaciones entre estos siete ingredientes. A veces con remolacha. Otras con zanahoria y cilantro. Y vuelta a empezar. Y, claro, se aprovecha todo: “A veces hacíamos caldo con las hojas de la zanahoria o del rábano”.
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