El aceite de trufa es aceite de oliva virgen extra infusionado con trufa blanca o trufa negra y el aderezo soñado de los foodies en el mundo. Hoy en día, es fácil encontrarlo en los supermercados o tiendas gourmets especializadas. Sin embargo esta muy sobrevalorada el aceite. En la página de la Wikipedia hay una dedicatoria al aceite de trufa, haciendo referencia a que es un monumento al odio, la obra de alguien anónimo que detesta uno de los grandes fraudes de la gastronomía mundial. El aceite de trufa chungo, el que no merece las palabras que componen su nombre, el que intoxica tantos risottos, ensaladas y salsas, supera cualquier simulacro culinario hasta alcanzar la categoría de asco.
“Dígase aquí para la eternidad y por siempre que el aceite de trufa no es un alimento”. La cita anterior, del desaparecido y añorado chef y divulgador Anthony Bourdain, es una de las cinco invectivas célebres que recoge la mencionada entrada de la enciclopedia virtual para vomitar su repugnancia hacia un producto industrial que se hace pasar por lujo embotellado. Repasemos las otras cuatro sentencias, de otros tantos chefs respetables, para entender qué hay dentro de esos frascos que prometen esencias del campo más delicado, pero que te devuelven eructos del infierno.
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El aceite de trufa debería mezclar un buen aceite y trufa. La receta no tiene mucho misterio: dos productos de temporada, mezclados a baja temperatura porque de lo contrario pierden sus propiedades. El mejor aceite del mundo es el de oliva virgen extra. La mejor trufa, por su festival de aromas, es la trufa negra, o Tuber melanosporum, un tesoro de bosque cultivado a largo plazo y desenterrado en invierno por sabuesos de nariz sagaz.
Junto con la denominada trufa blanca, o Tuber magnatum, son las más apreciadas de un hongo que cuenta sus variedades por decenas, aunque solo un puñado regalan un gusto superior. La trufa negra es española; la blanca, italiana. También abunda la trufa de Borgoña, francesa y menos fragante, y la china, que no vale un carajo coquinario (según dicen los expertos). Pues bien, dentro del aceite de trufa chungo (o ATCH, a partir de ahora) no aparece ninguna.
El ATCH es una caca porque su etiqueta camufla como “aroma de trufa” o como “esencia de trufa” un aditivo llamado 2,4-ditiapentano. “¿Qué has dicho?”, os preguntaréis releyendo ese combo de números y sílabas químico. Pues un compuesto que tiene más familiaridad con el petróleo que con las raíces microrrizadas de una encina. Si dices en alto “ditiapentano” en el silencio de un monte, los árboles se agostan, una perra trufera pierde a su camada, el eco se queda afónico y las acciones de la Saudi Arabian Oil Company se disparan en bolsa.
Miles de cocineros y cocineras odian el ditiapentano sintético, porque su olor bastardo, mucho más bestia que el aroma del hongo que plagia, contamina cualquier plato y deja al ozono como un minero medioambiental aficionado. Si el sentido del gusto reside más en la nariz que en la lengua, este pentano consigue arrasar ambos órganos y que a tu cerebro solo llegue el Réquiem de Mozart interpretado por Sandman.
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Como al sabor industrial lo dirige el máximo beneficio, y no el placer colectivo, el ATCH tampoco embotella precisamente un aceite virgen extra de flipar. “Poca gente lo cuida”, confirma Alfonso J. Fernández, sumiller de la DOP Montilla-Moriles y catador de aceite profesional. El ATCH suspende el ditiapentano en refinados de oliva o de semillas de uva. “De hecho, ni siquiera el aroma a trufa que utilizan suele ser bueno, porque el aroma natural es carísimo. Si el sintético cuesta unos 200 euros, el natural ronda los 7.000”. Pocos recurren al segundo, claro.
“El aroma que emite una trufa negra se debe al menos a 17 moléculas aromáticas diferentes”, señala el estudio internacional de Food chemistry en el que participó la experta española Laura Culleré, referente absoluta en este tema. Imitar este prodigio olfativo de la naturaleza requiere una gran inversión, que justifica las diferencias de precios fabriles señaladas por Alfonso. “Con la trufa blanca es más fácil”, puesto que su nariz también resulta menos compleja.
Los italianos, de hecho, distinguen entre el llamado “aroma natural idéntico”, extraído de alcachofas y otras verduras con moléculas similares, y el “aroma puramente sintético”, o la citada caca con registro de fórmula matemática. Con la melanosporum, el experimento se complica sobremanera, y conduce a falsificaciones más que a copias, para así poder vender por quince euros medio litro de algo que debería costar cinco veces más si fuera medianamente genuino.
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